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Arlette entreabrió la puerta todo lo despacio que pudo, la cual, a pesar de sus intentos, chirrió de forma desagradable. Se quedó estática, esperando escuchar algún ruido indicando que la iban a pillar. Giró la cabeza muy despacio, para asegurarse de que Blas seguía durmiendo abrazado a un cojín. Soltó un pequeño suspiro y se deslizó entre el pequeño hueco de la puerta que había abierto.

Se sacudió las manos cuando ya estuvo fuera, como si acabase de completar una misión de espía completa. Apoyó las manos en las caderas y puso la linterna del móvil para orientarse por el pasillo. Aunque había pasado casi todos los veranos de su infancia en esa casa, seguía siendo un laberinto, y dando bastante mal rollo a la chica.

Entonces fue cuando escuchó una madera crujir a unos metros de distancia. Correteó hasta quedarse pegada a la pared, intentando respirar lo más calmadamente posible. Si sus padres o sus abuelos la pillaban escapándose de su cuarto a esas horas, le caería una buena bronca. Apagó la linterna y esperó a ver de dónde procedían los ruidos Estaba justo en frente de la escalera, para salir corriendo por si acaso le querían dar caza.

Al parecer sus suposiciones eran serias, porque los ruidos se convirtieron en pasos, que andaban con bastante seguridad por el pasillo. Se mordió el labio inferior y empezó a planear una excusa creíble.

Pero sus temores no duraron demasiado:

–¡ME CAGO EN LA PUTA! –gritó la oscuridad.

Encendió la linterna y se encontró las fotos que había en la mesita del pasillo caídas por el suelo, junto con varios papeles y hasta un espejo, que por suerte no se rompió. A su lado estaba Carlos saltando a la pata coja mientras se intentaba coger el pie.

–¿Qué estás haciendo?– preguntó Arlette, iluminándole la cara.

–¡Que le he dado una patada a la puta mesa! ¡Me he roto el pie!– se lamentó, gritando con la voz muy aguda.

–¡Cállate, que vas a despertar a todo el mundo!

El rubio intentó respirar para tranquilizarse y mentalizarse para no llorar por el golpe. Ignoró por completo a Arlette y se puso a recoger las cosas que se habían caído al suelo. La chica dejó la linterna en la mesa y se arrodilló a su lado para ayudarle.

–¿Dónde ibas?– preguntó ella, intentando sonar inocente.

–¿Y tú?– respondió él.

Los dos se miraron, y se respondieron al instante.

–No voy a dormir con Blas teniendo a Álvaro en la habitación de al lado.–dijo Arlette, meneando la cabeza.

Tocuhé.

Se incorporaron y se aseguraron de que todo estaba en su sitio. Acto seguido, irguieron la espalda y se miraron con una sonrisa cómplice.

–Suerte en tu búsqueda.– dijo Arlette, le dio una palmadita en la espalda y los dos se encaminaron a cambiarse el cuarto.

Carlos fue mucho menos disimulado que Arlette. Él abrió la puerta, le daba igual si chirriaba, si se caía, o si se quemaba por tocarla. La cerró tras de sí y contempló unos segundos a Blas durmiendo abrazando con fuerza a una almohada. Era increíble lo adorable y tierno que podía estar en unos momentos, y lo calientapollas que se ponía en otros.

Se arrodilló al lado de la cama y le zarandeó de un hombro. Blas apretó los ojos para no despertarse, aunque se estaba empezando a despejar.

–Hazme hueco, capullo.– se quejó Carlos, empujándole para que se fuera hacia un extremo de la cama.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora