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Blas frunció el ceño de nuevo frente al espejo del ascensor mientras sujetaba el teléfono entre su oreja y su hombro. Se recolocó el gorro que llevaba en la cabeza buscando alguna forma de que le quedase bien. No era un chico para llevar gorros.

Pero es que ni siquiera te he visto aparecer.– dijo su madre, con tono de reprimenda.

–Ya, es que he llegado, me he duchado y me he tenido que ir, mamá.– dijo Blas, soltando un suspiro.– He... He venido a casa de Arlette, que ha tenido un problema y me necesitaba.

¿A estas horas?– preguntó su madre, sin demasiada alegría en la voz.– Tiene unos padres que pueden ayudarla, no tienes por qué estar ahí detrás de ella.

–He querido venir. ¿Vale? Tranquila, no va a pasar nada.– dijo Blas, cambiándose el teléfono de oreja.– Solo que seguramente me quede a dormir aquí.

Pero mañana...

–Sí, mañana hay misa y tengo clase de coro. No te preocupes, me he traído ropa para mañana y te juro que voy a ser perfectamente puntual.– aseguró Blas, asintiendo con la cabeza, intentando convencerse a sí mismo.

Su madre emitió un pequeño quejido sin estar del todo de acuerdo con lo que oía. Blas notó que el ascensor se detuvo y las puertas metálicas se abrieron detrás de él. Salió de una zancada y comenzó a caminar por el pasillo.

Ah, por cierto, yo no sé cómo te quejas de tus niños del coro, son un auténtico amor.– dijo la madre de Blas, con tono de ternura.

–¿Eh?

Sí, están intentando buscar formas de llevarse mejor contigo, ¿sabes? Han venido hoy dos pequeños a hablar contigo, pero como últimamente siempre estás fuera, no han podido localizarte.– bufó la mujer.– Y si te hubieras dignado a saludarme, te lo hubiera contado yo, pero ya nada. Se aplicarán los cambios la semana que viene.

–Lo primero, soy yo el que se está currando el hacer las clases más amenas.– dijo Blas, indignado, moviendo los hombros para notar la mochila en la espalda.– Y lo segundo, ¿cómo que han ido dos hoy? ¿Han ido a casa?

La cabeza de Blas comenzó a formar las ideas más descabelladas posibles.

Sí, se han presentado y me han contado un montón de cosas geniales que les gustaría hacer durante las clases. Más simpáticos ellos...

–¿Quiénes eran?– preguntó Blas, notando que el pulso se le comenzaba a acelerar.

Creo que Javier y Paula. Sí, casi seguro que esos.

Blas apretó el teléfono en su mano como si le fuera la vida en ello y se mordió el labio inferior para evitar gritar. Cerró los ojos con fuerza y contó hasta diez antes de retomar la conversación con su madre.

–Y por casualidad, ¿alguno de ellos ha pasado al baño?– cuestionó él, intentando sonar lo más neutral posible.

Sí, la chica. ¿Por?

Blas vio muy tentadora la idea de girarse a la pared de su derecha y pegarla un puñetazo, pero se contuvo y simplemente se tragó toda su ira para dentro, como acostumbraba a hacer con esos niños del diablo. Soltó una risa sarcástica chistando los dientes.

–No, por nada. Es que se había dejado la tapa levantada.– respondió Blas, sabiendo que no podía contárselo a su madre, porque de todas formas se pondría de parte de los niños.

Oh, bueno, son pequeños todavía. Aprenderán a dejar organizadas esas cosas con la edad.

–Sí, mamá, seguro.– dijo Blas, suspirando.– Te tengo que dejar, que estoy llegando a casa de Arly, te veo mañana.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora