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–Vas a acabar siendo parte del sofá como no te levantes de una vez. –dijo Arlette amenazante, mirando a su rubio amigo con el ceño fruncido. –Va en serio, parece que os estáis fusionando.

–Una pena. –dijo Carlos, encogiéndose de hombros.

El rubio apoyó su cabeza en uno de los reposa brazos del sofá y se acurrucó encogiendo las rodillas hacia el pecho. Se restregó los ojos con el dorso de la mano y bostezó sin apartar la vista de la televisión.

Arlette, desde detrás del sofá, le miró con preocupación, soltando un suspiro. Rodeó el mueble y se puso en cuclillas delante del rubio. Le quitó el mando de la televisión de las manos y este se quejó por unos segundos, pero luego simplemente se giró y escondió la cabeza entre los cojines que tenía como almohada. La chica intentó quitar alguno, pero Carlos hizo fuerza para que no pudiera lograr su objetivo.

–Carlos, por favor. – rogó Arlette, zarandeándole de un hombro. –Vístete y vente conmigo a dar una vuelta. Te llevo a la tienda de mascotas si quieres para ver pececitos dándose golpes contra el cristal, pero por favor, sal de esta madriguera.

–No.– dijo el rubio, ahogando su voz contra los cojines.

–¿No quieres ir a por un Dunkin'Donut con el dibujo del Monstruo de las Galletas?– dijo Arlette, alzando una ceja, intentando animarle a que se moviera.

–Déjame. No me apetece salir. No me apetece moverme.– gruñó Carlos, girando la cabeza para poder respirar, y de paso mirar a su amiga.– No me apetece existir.

–¿Quieres que pida cita con mi padre para que hables con él?– preguntó Arlette.– Es un buen psicólogo, y le caes bien y todo. Seguro que te ayudaría.

–Ar, un mal día lo tiene cualquiera.– dijo Carlos, parpadeando por el exceso de luz repentino.

–Ya, un día. Llevas en plan ermitaño dos semanas.– dijo Arlette, sentándose en el suelo, frente a Carlos.– Solo has salido para ir a clase y al trabajo. No puedes vivir así.

–Es mi rutina. Las rutinas están bien. Significa que prácticamente ya soy adulto y tengo responsabilidades.– intentó defenderse Carlos, con mala cara.

–Pero es que la palabra rutina y tú en una frase no encajáis.– dijo Ar, ladeando la cabeza.– Me estás empezando a preocupar, Charlie, dime qué puedo hacer para ayudarte.

–Dejarme solo.

Arlette suspiró y negó con la cabeza, a punto de darse por vencida. Estiró una mano hacia Carlos y le retiró un mechón de pelo rubio que le caía por la frente. El rubio apretó los ojos ante el contacto.

–Te he dejado solo todo este tiempo Carlos, me veo obligada a intervenir.– susurró la chica, jugando con el pelo de Carlos.

–¿Por qué? Ya se me pasará. No necesito una niñera.

Carlos se sacudió para que Arlette apartase la mano y se sentó en el sofá, cogiéndose la cabeza con las manos y cruzando las piernas a lo indio. Arlette lo miró desde el suelo, percatándose de que tenía el pelo demasiado largo y, por milagro divino, algunos indicios de barba bajo las patillas. El rubio se rascó la nuca y se quedó mirando al techo.

–¿Hace cuánto que no hablas con Blas?– preguntó él, sin poder mirar a Arlette a la cara.

La chica suspiró y se encogió de hombros.

–Hablo, pero a parches. Si te refieres a una conversación normal, hace bastante. Desde que te aislaste del mundo, parece que él también.– dijo ella, levantándose del suelo para sentarse al lado de Carlos en el sofá.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora