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–Entonces, ¿cómo lo llevas con Arlette?– preguntó Blas, obligado a alzar la cabeza para poder mirar a Álvaro a los ojos e intentar parecer intimidante.

Álvaro, a pesar de que casi le sacaba una cabeza y seguramente que si soplaba, Blas volaría, tuvo que tragar saliva y mentalizarse de que el cuello de la camiseta no le ahogaba, que era solo su cerebro.

–Bien, bastante bien.– respondió el chico, asintiendo con la cabeza, y lamentando el momento en el que había separado a Blas del grupo para intentar sacarle información y ganar la apuesta con Arlette.

–¿Lo habéis hecho oficial?– volvió a preguntar Blas, arqueando una ceja.

–Em... No, acabamos de empezar, no queremos tener prisa.– dijo Álvaro mordiéndose el interior de la mejilla.

–Ya, claro. Ese tipo de relaciones de "no queremos ir rápido" acaban en embarazos no deseados y en divorcios antes de los treinta.– dijo Blas, entrecerrando los ojos.– No es por meterte presión.

–¿Nos tenemos que casar antes de los treinta?– cuestionó Álvaro, comenzando a tener– miedo de nuevo por otro interrogatorio incómodo.– Espera, ¿nos tenemos que casar?

–¿Cómo quieres casarte si ni siquiera tenéis una relación estable? Por favor...– bufó Blas, rodando los ojos.

Álvaro miró al suelo unos segundos e intentó pensar en alguna forma de cambiar el rumbo de la conversación. No conocía demasiado a Blas; es más, no le conocía casi nada, pero sabía que si seguía cuestionándole así, acabaría metido en la iglesia confesando sus pecados con el chico detrás regodeándose de él.

–Pero... A ver, tengo veintitrés años, no me apetece pensar en casarme.– se defendió Álvaro, rascándose la nuca.– Es más, no me apetece pensar tampoco en una relación para toda la vida.

–¿Qué?

Álvaro frenó su paso pensando que la había cagado pero bien. Blas paró unos pasos más adelantado y se giró a mirarlo con los ojos más diabólicos que había presenciado en su vida. Miró hacia ambos lados, pensando en una forma de huir sin ser visto, pero por un lado había un muro que si intentaba traspasar, posiblemente se dejaría la cabeza en el intento, y por el otro una carretera con coches pasando a ochenta por hora en la que se dejaría el alma en el intento.

–A ver, no me malinterpretes.–dijo Álvaro, alzando las manos a la altura del pecho, como intentando calmar a Blas.– Que ojalá que duremos mucho, pero el destino es impredecible y...

–Y tú eres un cobarde, por lo que parece.– dijo Blas, alzando una ceja.– ¿Te da miedo el compromiso?

–No es eso, es que...

–Sí, sí es eso. Si no, no habrías hecho ascos a la idea de casarte.

–¡Es que soy muy joven!

–Teniendo en cuenta que tienes veintitrés, y que Jesús murió crucificado con treinta y tres, no eres tan joven.– dijo Blas, cruzando los brazos sobre el pecho y apoyando todo el peso de su cuerpo sobre una pierna.

–Yo no soy el elegido de Dios para salvar al mundo, Blas. No me voy a morir con treinta y tres.– dijo Álvaro, soltando una débil risa.– Espero.

–Ya, eso dicen todos.

–De todas formas, ¿acaso tú estás ya comprometido o algo?– soltó Álvaro de golpe, y se dio un aplauso mentalmente a sí mismo por haber conseguido desviar el tema hacia él.– ¿Tienes los padrinos elegidos ya, o el cátering, o algo?

Blas resopló y puso los ojos en blanco, dio la vuelta con los talones y comenzó a caminar, dejando a Álvaro ahí parado. El chico tuvo que dar una pequeña carrera hasta él, para que no hiriese su orgullo y le dejase con la palabra en la boca.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora