018 pt I

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A Carlos siempre le había dado muy mal rollo el portal de Blas. Era muy oscuro, y tenía una escalera que se retorcía hasta la séptima planta y el espejo del ascensor le hacía la cabeza muy grande. Se peinó algún que otro mechón de pelo que tenía salido y se sobresaltó al llegar a la planta. Tomó una bocanada de aire y salió con una gran zancada del ascensor.

Revisó el móvil a ver si tenía alguna noticia de Arlette, pero el último mensaje era uno quejándose de que su madre había tenido que ir justo al álbum familiar en el que ella, de pequeña, tenía flequillo. Y Arlette odiaba cómo la cortaban el flequillo de pequeña. Y Álvaro lo estaba viendo y la chica solo quería morirse y quemar todos los álbumes de la casa.

Carlos tocó el timbre haciéndose el distraído con el teléfono para cuando abriesen la puerta. Se echó hacia atrás la mochila que llevaba colgada en la espalda, y alzó ligeramente la vista para esbozar la sonrisa que siempre fingía cuando tenía que parecer ser un angelito delante de adultos o de gente medianamente importante.

–¿Carlos?– preguntó la madre de Blas, frunciendo el ceño al verle parado en la puerta.– Son las diez de la noche, ¿qué haces aquí?

–¡Hombre, María Jesús, un placer volver a verte!– dijo Carlos, metiendo un pie dentro de la casa, sin siquiera tener permiso.– ¿Cómo te va?

–¿Qué haces aquí?– repitió la mujer.

Carlos se paró en medio del salón y se encogió de hombros, ladeando la cabeza.

–He venido a ver a Blas.– dijo, sin borrar su sonrisa.

–No puedes. Está castigado.

–¿Castigado? ¿Qué ha hecho? ¿Salirse de la raya al pintar con los plastidecor?– rió Carlos con ironía, ignorando por completo la cara de pocos amigos de la madre de Blas.– Bueno que, como "no le dejan salir", he venido yo.– dijo, haciendo comillas con los dedos.

–Carlos, no quiero ser maleducada, pero creo que va a ser mejor que te vayas.–dijo ella, señalando la puerta con amabilidad.

–Yo no quiero ser entrometido, pero no me parece muy normal castigar a tu hijo cuando tiene veintiún años, en fin.– Carlos se quitó la mochila de la espalda y se la colgó en un solo brazo.– ¿Está en su habitación?

–Carlos...

–Ya sabes que yo me porto bien. Me he traído el cepillo de dientes y todo. Además, mañana me iré temprano, así que a lo mejor hasta ni me ves en el desayuno, ¡todo son ventajas!– dijo Carlos, alzando los brazos con tono de alegría.

–No creo que Blas tenga muchas ganas de ver a nadie ahora mismo.

–Bueno, pues dormiré con la luz encendida para que no me rape el pelo ni nada.–dijo rodando los ojos con diversión. La mujer le miró con el ceño fruncido, comenzando a asustarse del chico.– Era broma, tu hijo nunca haría eso.

–Ya...

–Bueno, que tú completamente tranquila. Soy autosuficiente. Sé sacar la cama supletoria y todo. Yo te lo dejo todo montado de nuevo por la mañana, será como si nunca hubiera estado aquí.

–No quiero que...

–¡Buenas noches, que Dios te bendiga!– dijo Carlos, caminando hacia atrás cual cangrejo a través del pasillo para librarse lo antes posible de la madre pesada por excelencia.

Suspiró de tranquilidad al ver que no le seguía y se sacudió el pelo con la mano dándose la vuelta para andar como una persona normal. Intentó mentalizarse a sí mismo de que no estaba nervioso, de que a pesar de que Arlette le había llamado prácticamente llorando, todo iba a estar bien. Porque todo iba bien y todo era perfecto siempre. Y si no era así, cojones, él era Carlos Marco, podía hacer que fuera bien.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora