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El zombie-squad se encontraba en la parte de atrás del coche de Arlette, con una tablet con la cámara interior a modo de espejo y una paleta de sobra de ojos de muchísimos colores distintos que le habían cogido prestado a Cristina. Arlette empolvó las mejillas de Blas de un tono morado para darle impresión de muerto, pero este no podía hacer otra cosa que no fuera apretar los labios para no reírse y que Arly no le echase la bronca. Cerró los ojos cuando la brocha cargada de maquillaje llegó a su barbilla.

–¡Blas, estate quieto!– gruñó Arlette.

–¡Es que hace cosquillas!

El viernes había llegado, y con él, la iniciación de la que Arlette no había parado de hablar. Los chicos habían visto a los novatos antes, parecían adorables, seguros, e ingenuos. En menos de una hora estarían huyendo despavoridos tratando de que una panda de subnormales con la cara llena de heridas falsas no les tocara porque, si no, perdían una vida.

–Aj. Carlos, sangre.– dijo ella, extendiendo la mano para que el rubio le pasara un bote de sangre falsa.

La castaña lo agitó con fuerza mientras apretaba con delicadeza las costras de pega que le había puesto en la cara a Blas. Arly se echó un poco de sangre en los dedos y se lo aplicó a su amigo mientras este volvía a abrir los ojos para observar cómo la chica hacía su trabajo, tan concentrada como no la había visto nunca. Blas notó el líquido frío hacer contacto con su piel y se mordió la lengua.

–Vale. Das puto mal rollo.– dijo Carlos, admirando la obra de terror que había hecho Arlette a Blas en la cara.– Ar, deja el deporte y métete a maquilladora, te harías de oro.

–Tu cara da peor rollo, créeme.– dijo Blas, tocándose la sangre que le sobraba de la hemorragia en la oreja mientras se miraba en la cámara interior de la tablet.

–Vale, id a retocaros y esas mierdas. Que me tengo que arreglar yo.– dijo Arlette, dándole un puñetazo en la pierna a Carlos para que saliera del coche.

El rubio bufó rodando los ojos y abrió la puerta saliendo lo más digno que le era capaz. Blas salió por la puerta contraria y se encontraron en la parte del maletero, observando de infiltrados cómo Arlette se colocaba un... Un algo que le hacía parecer que se le estaba desgarrando media cara.

–Sigo sin querer hacer esto.– dijo Blas, apoyándose en el maletero y mirándose la ropa que le habían dado. Olía a sangre de plástico y a tierra podrida.

–Venga, va a ser divertido.– le animó Carlos, torciendo media sonrisa.

–No le veo la diversión a jugar a ser seres que han vuelto de la muerte y que persiguen a gente inocente por las calles de una metrópoli como Madrid.– dijo Blas, hablando muy deprisa.– Va en contra de mis principios, lo siento.

–Claro, para ti la única persona que puede volver de la muerte es tu colega Jesús, ¿no?– se bufó Carlos, cogiendo una de las camisetas de la bolsa.

Blas alzó el dedo índice y le señaló amenazante.

–Cuidado con él.– advirtió.

Carlos rodó los ojos y dio un paso hacia él. Llevó la mano al tupé del castaño y frunció el ceño.

–Te has lavado el pelo.– afirmó el rubio.– Te dijimos que no te lavaras el pelo.

–Es que lo tenía sucio.

–¡Esa es la gracia!

Blas apartó el brazo de su amigo de un manotazo y le miró como ofendido. Carlos aprovechó para darle un codazo en el costado, a lo cual Blas respondió encogiéndose por la cintura como si le hubiera hecho daño de verdad, para hacerle sentir mal. Pero Carlos no se lo creyó y siguió con su afán de ser ninja: aprovechó que Blas estaba medio agachado para colocar el codo del costado en su cuello y presionar hacia abajo, mientras con la otra mano intentaba hacerle una llave que le había enseñado Arlette en el hombro.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora