3. Súplicas de un moribundo

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Alguien lo había llamado.

En medio de la tristeza y de la rabia, de la confusión y de la desesperación, a veces los humanos podían pronunciar en su lecho de muerte las palabras malditas.

Movido por las emociones y deseos de un humano, Herón llegó a las afueras de la ciudad, donde la carretera tenía vueltas demasiado pronunciadas como para manejar sin la precaución debida. Al principio, no había comprendido la verdadera razón de hallarse en ese sitio tan alejado, pero, al descubrir el porqué, quedó descolocado por breves instantes.

Se había guiado por emociones que llevaban consigo el sentimiento de insuficiencia. Herón podría haber huido, podría haber tomado un camino diferente al que su cuerpo recomendaba; Sin embargo, probablemente, el tipo de lamento que evocaba aquella alma llamó su atención.

Acongojado por la incertidumbre de lo desconocido, observó con deleite el gran desastre que estaba frente a él. De pronto, las emociones percibidas segundos atrás adquirieron sentido en el momento en el que prestó especial atención al interior de un auto destrozado.

«Una tragedia», dirían algunos humanos. «Un accidente», explicarían los desinteresados. «Una maravilla», definiría con exactitud los pensamientos de Herón acerca de ese incidente.

Porque, si algo no imaginó él, fue el secreto que guardaba el silencio tormentoso y la terrible conmoción que impregnaba el aire, que desgarraban su pecho de agonía. En el instante que dejó a Steven, una fuerza mayor lo había obligado a percibir la tristeza de alguien en la lejanía; un profundo desconsuelo que le arrebató la poca esencia de su alma.

Podría haber elegido ignorar la petición —como siempre hacía—, pero eso supondría un desperdicio para él. Nada perdía con echar un vistazo.

Lo que parecía ser un camión de carga permanecía con las ruedas para arriba junto a un segundo vehículo destrozado en la parte delantera. Un cuerpo inerte se delimitaba a metros de distancia, justo a orillas del barranco. El lugar estaba desolado, envuelto por una terrible bruma.

Herón era el primero en ver el accidente. Con las manos metidas en los bolsillos, caminó alrededor del auto pequeño, restándole importancia a todo a su alrededor. No se molestó en verificar si habría alguien que requiriera de su ayuda o si debía informar sobre lo ocurrido antes de ocuparse de sus asuntos. Tan solo se acuclilló al lado del automóvil donde la conmoción que lo había atraído a ese punto era mucho más grande. Mirando por las ventanas destrozadas, distinguió a una pareja, pegados frente a frente.

Sus ojos, adaptados a la noche, le permitieron ver con claridad a un joven que estaba bocabajo con la cara cubierta de sangre, su ropa rasgada; un metal traspasaba la parte baja de su espalda. El asiento del piloto estaba vacío. Herón intuyó, al ver la escena con detenimiento, que el joven había saltado sobre la chica para protegerla del impacto. Y, si fuese de ese modo, el esfuerzo fue bastante limitado, pues las piernas de la muchacha estaban atrapadas debajo del capó. Ella estaba inconsciente.

Herón vio que el chico parpadeaba y fruncía las cejas para después dejar escapar un gemido de dolor.

De nuevo, él percibió la tristeza acompañada de súplicas. Se sorprendió al encontrar a alguien cuyo lamento era limpio, sin quejas ni tampoco desesperación. Este chico imploraba y se preguntaba si había hecho lo suficiente por ella. Y ese, definitivamente, era un lamento hermoso.

Herón, con su forma verdadera, decidió compartir ese dolor. Sin hacer ningún ruido, se sumergió dentro del auto hasta alcanzar los asientos traseros para pretender no estar allí, con la clara intención de ver desfallecer un alma que le recordaba a Steven. Pero el esfuerzo por pasar inadvertido no fue suficiente en esta ocasión.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora