76. Ni ambiciones ni compañía

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El cuerpo de Herón se estrelló contra la pared al intentar alcanzar a Azael. El dolor de su espalda se opacó por sus sentimientos de fracaso, frustración y desesperanza. Cambió su postura, gateó sobre sus rodillas y posó las palmas de sus manos cerca del cuerpo muerto de la señora Ariadna.

Con su rostro enrojecido por la rabia, apretó con dureza su labio inferior. Cerró sus manos en puños, remarcando las venas de sus brazos, para después estamparlos contra la cerámica del piso. Uno, dos, tres, cuatro, cinco veces.

Se sentía culpable. Y eso era una tortura. Recordó el último momento del alma de Adam, de aquella que había intentado salvar a Steven de las garras de Azael. Podía intuir lo que verdaderamente había sucedido. Nada importaba. Gracias a los descuidos de Herón, Steven yacía muerto, sin su alma ni nada que pudiese ayudarlo a conectarlo con su cuerpo. Por si fuera poco, Selah ya no estaba con él. Le habían arrebatado a su ángel.

Pensar aquello aumentaba sus deseos de hacerse daño. En poco tiempo se había quedado sin nada. Se sentía más vacío que nunca.

Más que cualquier emoción o sensación que pudiese sentir; el odio y el rencor hacia el culpable se acrecentaron en su alma. Sabía con certeza que, si iba al infierno, el lugar de pecadores, la posibilidad de regresar era nula.

Sin embargo, a Herón poco le importaba retomar su camino en la tierra, si con ello conseguía salvar a Selah. Herón merecía cualquier castigo que le impusieran, incluso quedarse en el averno por la eternidad, pero no deseaba arrastrar a Selah a ese mundo, no quería esa vida para ella. Después de todo, su vida ya no era importante, sus deseos y ambiciones tampoco.

Mordió su labio inferior. Se levantó y caminó en dirección al cuerpo inerte de Steven.

«¿Selah, lo sabías?» se preguntó.

Salvaría al ángel. Iría a rescatarla del infierno.

Conocía las consecuencias, quizás ese era el motivo por el que Selah había reconstruido el cuerpo podrido de su amigo. Ella creía en Herón, confiaba plenamente en él, aun sabiendo que la había amenazado.

Herón se acuclilló a la par del cuerpo inmóvil del chico, acarició su rostro con la punta de los dedos. Apartó varios mechones rubios fuera de su frente y observó sus ojos cerrados, los labios un poco abiertos y los pómulos algo rojizos que caracterizaban a Steven. Su camisa beige y su pantalón estaban manchados de sangre.

Él pasó una mano por su nuca, se acomodó en el suelo y estiró sus piernas para recostar la cabeza de Steven sobre sus extremidades.

«¿Selah, lo sabías?» volvió a cuestionarse.

No lloraba, no sentía ni una pizca de emoción. Solo el deseo de asesinar a Azael y de hacerlo pagar por todo.

Las palmas de sus manos cosquilleaban, lo incitaban a cumplir el pedido del ángel. Muy en el fondo, Herón no deseaba hacerlo, no quería deshacerse de aquello que le impedía convertirse en un verdadero demonio.

No poseía el alma de Steven, pero tenía en su poder un alma que igualaba a esa. Un alma cálida, deseosa de ser amada y de dar amor, un alma libre y feliz. Un alma condenada a estar al lado de un demonio.

«¿Selah, lo sabías?».

Ella le había planteado la idea de liberar al pequeño Heriel, permitirle usurpar el cuerpo de su amigo; sin embargo, por mucho que deseaba hacerlo, también representaba una amenaza a su libertad. Estaría propenso a ser llevado, a ser juzgado por un verdadero ángel de la muerte.

Era egoísta llevarlo consigo al infierno, privarlo del descanso eterno, pero qué él era un demonio después de todo. Entonces, Herón lo comprendió.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora