16. En actitud de plegaria

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Herón sentía que toda su rutina se había vuelto una completa monotonía y el aburrimiento en desesperanza. Lo venidero se tornaba oscuro, sin posibilidades de encontrar el verdadero propósito de su existencia. Cierto olor a putrefacción había aparecido en el ambiente, tanto que Herón temió que las personas a su alrededor pudieran percibirlo.

Algo apestaba, y parecía seguir a Herón a todos lados.

Al salir temprano ese día martes, en una esquina del supermercado, Herón presenció una escena que pudo haber desgarrado su pecho de agonía en una época diferente. Cuando algo en su interior se avivó de dolor de manera repentina, supo de inmediato que no era normal ni era suyo, que los sentimientos cargados en el ambiente no le correspondían en absoluto, como era ya de costumbre. Era molesto.

Herón chasqueó la lengua con disgusto, asqueado.

Un muchacho se arrastraba por el suelo, le tendía la mano con la clara intención de recibir alguna moneda. Balbuceaba, apesadumbrado, palabras incomprensibles y salivaba ante su evidente esfuerzo por hablar. Herón se sintió hastiado ante la escena.

Debía acostumbrarse al dolor, a ese tipo de emociones que solo reflejaban la penuria de la humanidad. Para alguien que vivía en el eterno sufrimiento, no existían cosas tales como la compasión, la misericordia y el perdón. Herón ofrecía lo que otros podían ser capaces de otorgar. Sentir la desesperación del indigente, quién no le daba paso a avanzar, aumentó en Herón los deseos de hacerlo perecer en la miseria.

Era de mañana apenas. Presenciar la escena de ese indigente, que parecía tener cerca de dieciséis años, solo aumentó el malhumor de Herón. El chico tenía la ropa desgastada y sucia, el cabello grasoso y con moscas olisqueando alrededor. Era la piel de su rostro, de su cuello y de sus manos tenía marcas de posibles alergias.

El chico se arrodilló frente a Herón en actitud de plegaria.

—Por favor —suplicó. Su voz era rasposa.

—¿Por qué me pasa esto a mí? —inquirió Herón a la nada, molesto—. ¿Por qué tengo que presenciar actos como esto?

Debería acostumbrarse al dolor, a ese tipo de sentimientos. Para alguien como él, no podría existir tal cosa como querer convivir con algo abstracto. Además, ningún humano merecía su compasión —sentimiento que había olvidado de todas maneras. Había olvidado cómo ser compasivo—, porque ahora él se concentraba en obtener sus propios deseos sin importarle ser egoísta. Había sido misericordioso, había sido como todo ángel debía ser y, debido a ese sentimiento que albergó por la humanidad, ahora se encontraba vagando como un completo miserable.

Sentir la consternación del muchacho, el arrepentimiento y la imploración que evocaba de su alma, solo aumentó en Herón el deseo de mandarlo al otro mundo.

El chico alzó la cabeza, dejando ver sus ojos llenos de lágrimas. Recibió de Herón una mirada dura, inflexible. Molesta.

—Ayúdeme, por favor —rogó entre lágrimas—. No he comido en dos días, por favor, por favor.

«¿Por qué debía ayudarle? ¿Qué obtendría a cambio?», pensó con resentimiento.

El demonio rodeó el cuerpo del extraño, con deseos de alejarse. Quería llegar lo más pronto posible a su zona de trabajo para comprobar algo importante.

—¡Por favor! —exclamó de nuevo el indigente, girándose sobre sus piernas para mirarlo. La opresión en el pecho del Herón aumentó. El augurio del muchacho despertó en él el recuerdo de sus sufrimientos—. ¡Tenga compasión! —gritó—. Tenga compasión de mí. ¡Ayúdeme! Ayúdeme se lo suplico.

Herón lo miró por encima de su hombro, incapaz de contener sus emociones. Su semblante era sombrío, inescrutable.

—¡No me pidas compasión a mí! —respondió entre dientes. Tenía apretada la mandíbula—. ¡Pídela en otra parte! —añadió.

—Por favor, por favor, no tengo a nadie.

—¿Y? —preguntó él con frialdad.

Herón, sin hacer nada, se marchó.

Iba de camino al supermercado cuando se le ocurrió revisar en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón, sintiendo en sus manos el dinero que había llevado para prestarle a Steven. Debido a su conversación del día anterior, él no pudo quedarse sin hacer nada cuando pensó que su compañero podría pasar un mal momento a causa del dinero. Sin embargo, nada de eso serviría. Steven no volvería a llegar.

Era un hecho que había intuido, que había esperado. Entonces, ¿por qué llevaba el dinero?

No importaba quién fuera, Herón mataba a las personas con su tacto. Y por un instante, solo por un breve momento, algo en su pecho se apretó de angustia, temiendo lo peor. Steven podría estar muerto ahora, podría estar en algún hospital o en ese apartamento barato pudriéndose, no importaba, iba a morir de todas maneras.

Aun así, él deseaba que no fuera de ese modo, que por primera vez sus manos no fueran tan monstruosas.

Herón se detuvo de manera abrupta, miró a los lados ante la leve sensación de ser observado. Al no hallar nada, siguió su camino con la molestia instalada en su interior.

Como era de esperarse, Steven no llegó a trabajar ese día.

Al percatarse de ese hecho, empezó a considerar la idea de renunciar a su tonto trabajo. Después de todo, había estado ahí por Steven, para conservar el alma del pequeño Isaac y por una promesa que jamás olvidaría.


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Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora