46. Como un ángel

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Steven ordenaba algunos paquetes de galletas sobre los estantes del supermercado mientras tarareaba una canción. Se le veía bastante feliz y tranquilo.

Los días de descanso le sirvieron, aunque seguía un poco adolorido en ciertas partes del cuerpo y todavía eran evidentes los moretones en el rostro. Desde el asalto, sin importar cuánto siguiera el tratamiento sugerido para el dolor, había algo que no lo dejaba dormir en paz. No sabía con exactitud qué era lo que le molestaba, solo tenía cierta sensación que le impedía conciliar el sueño. Y también tenía pesadillas en las noches.

El día anterior había ido con su madre a ver al médico para que le recetara algunas pastillas contra el insomnio o que lo relajaran del estrés que comenzaba a acumular. Se sentía extraño. Tenía el leve presentimiento de perderse a sí mismo, de sentirse vacío a cada minuto.

Pero estaba tranquilo y alegre, lo que le resultaba todavía más perturbador. Sabía que algo andaba mal, mas no era consciente de qué era lo que perdía o lo que le hacía falta.

—Hola, Steven —habló alguien a su espalda. Era una voz femenina.

—Hola. ¿Cómo estás? —preguntó con amabilidad antes de ver siquiera quien era.

Él se giró con una sonrisa en el rostro.

—Yo estoy bien.

Steven se quedó descolocado por un instante. Estaba acostumbrado a ver a su compañera de trabajo con su habitual timidez y elegancia, pero en ese, le pareció tener a otra persona hablándole.

—Mila —le dijo, evidenciando su asombro—. Perdiste tu acento. ¿Pasó algo? ¿Estudiaste mucho?

—No, no hice nada de eso.

Él se rio. Quizás era impresión suya o simplemente habían sucedido muchas cosas en los cuatros días de su ausencia. Sin embargo, juraría que su compañera había tenido un acento diferente días atrás, un acento que no perdería de la noche a la mañana. Ella jamás hablaba con fluidez el idioma de la ciudad como ahora. Ella era la sobrina del señor Janssen, que era el encargado del supermercado junto con su hijo, Jaxon. Hacía como tres meses, le habían pedido a Steven que guiara a Mila para que conociera los rincones del lugar con paciencia, pues ella recién se había mudado y desconocía la ciudad y el idioma.

—Estás rara hoy —le hizo saber Steven, sonriendo.

—¿Eso es malo?

Era extraño. La forma en la que ella actuaba también había cambiado. La usual Mila habría tropezado con sus propias palabras, le habría sonreído un instante con timidez y luego habría jugado con sus manos, como acostumbraba a hacer. Pero no hacía nada de eso. Ella permanecía de pie, con la gracia de una bailarina, y sonreía con seguridad. Se sentía cálida, alegre. En ese instante, Mila podría compararse con un ángel.

—Para nada. Estás radiante —le dijo él con sinceridad, pensando que tal vez era solo su imaginación.

—¿En verdad? —volvió a preguntar ella, sus ojos se le brillaron—. ¿Crees que a Herón le guste?

Steven sintió una punzada en el pecho. Últimamente, escuchar el nombre de su amigo le causaba escalofríos en todo el cuerpo. No sabía la razón, pero guardaba ese sentimiento desde el incidente. No debería sentirse de ese modo, sabía que no existía razón para temerle y, aun así, le incomodaba.

—Sería un tonto si no. —Fue su única respuesta.

Se preguntó si tener un rostro bonito como el de su amigo era suficiente para enamorar a las mujeres. Steven se encontraba lejos de ser el tipo ideal, no era tan perfecto como Herón. Y había dicho aquellas palabras con sinceridad, Mila era muy bonita, demasiado. No estaba seguro de que a Herón fuera a agradarle; aunque ambos eran bellos.

—Ah, por cierto —habló la chica—. ¿Le darías este jugo? Sé que lo aceptará si se lo das tú.

Steven rio.

—Creo que me dan mucho crédito cuando se trata de hablar con Herón. Él no muerde —agregó carcajeando sin parar.

—Si se lo diera yo —dijo Mila, con la expresión entristecida—, probablemente lo tire a la basura.

—No es cierto —aseguró Steven. Pero era cierto.

—¿Entonces se la darás?

—Claro.

—Gracias, Stev. —Mila ladeó la cabeza y le sonrió. Aquello era lo normal, pero cuando ella se acercó para abrazarlo, quedó aún más sorprendido por la actitud de la joven—. Eres muy buena persona, Steven.

—Mila...

—Asegúrate de que lo tome, ¿sí?

—Sí —respondió él, mientras recibía una cantimplora de metal.

Mila se apartó, se puso de puntillas y le dejó un beso en una de sus mejillas. Steven se sintió extraño, mareado.

No supo lo que pasó después, solo que cuando recobró la consciencia, descubrió que se encontraba solo en una esquina de la bodega.

Y sentía que su cabeza explotaría en cualquier momento. 

 

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Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora