52. Como si fuese otra persona

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Pasó una semana y Herón se limitó a enfocarse en su rutina diaria. Trabajar en el supermercado, buscar un cadáver cada dos días y abandonarlo en algún lugar de la ciudad. Comenzaba a ver esa práctica como algo irrelevante y monótono. Quería algo nuevo. Algo que llamara la atención de la peor manera posible.

Herón mantenía una lucha constante contra su propia naturaleza. Ser o no ser. Ser salvado o ser condenado. Solo uno prevalecería cuando todos los disparates que se le ocurrían llegaran a su punto final. Utilizaba numerosas cosas para jugar, estrategias que se establecían mucho antes de hacer el primer movimiento. Solo habría un ganador, un perdedor.

Y nadie nunca desearía perder sin tener la certeza de ganar en el fracaso.

De eso se trataba la salvación que tanto ansiaba el demonio. Perder ante los ángeles y ganarse a sí mismo. Requería de un ser celestial, necesitaba de ellos para lograrlo. Ni un demonio ni un humano podría ejercer el derecho para enjuiciarlo, eso solo lo podía hacer una criatura angelical.

¿Cuál era el peor temor de un demonio?

Era de noche y recién llegaba del trabajo. Herón se tiró en la cama mientras observaba el techo de su habitación. Él intuía que Steven aún se mantenía despierto por los pasos que escuchaba en el tercer nivel.

«Steven», pensó ese nombre. Muchas cosas habían cambiado en muy poco tiempo. Su amigo ya no era el mismo, no por las emociones que se veían reflejadas en su rostro, sino porque ya no percibía nada en él, ni dolor ni tristeza. Herón solo podía alejarse, evadirlo sin decirle siquiera una palabra.

A Herón no le importaba nada, ni mucho menos le tenía miedo a algo en particular. Sin embargo, aunque le doliera admitirlo, temía por Steven.

Solo su Padre sabía lo que sería de Herón si a él le ocurriese algo y fuese culpa suya.

De solo pensar en ello, se estremeció y se levantó de un tirón de la cama. Se sentó y colocó sus manos encima de sus piernas mientras observaba —cabizbajo— sus pies desnudos.

—Debo admitir que te he visto en mejores estados.

Herón no se inmutó al escuchar el comentario de Adam, que estaba en una de las ventanas de la habitación, viendo la frondosidad del bosque. Al principio, creyó que le lanzaría palabras hirientes, al igual que en ocasiones pasadas, pero se sorprendió al darse cuenta de que las emociones del chico eran pacíficas y de que su voz destilaba tristeza.

—¿Cómo estás? —preguntó Herón.

Ansiaba conocer el estado de Adam, deseaba que le respondiera que se encontraba bien, a sabiendas de que era él quien se sentía miserable.

—Deberías saberlo —respondió, divertido.

—Ah. —Herón se levantó con la intención de acomodar sus sábanas y poder dormir, pero su cabeza palpitó y sus ojos le fallaron por algunos segundos.

No entendió por qué su cuerpo tembló y cayó al piso sin poder mover un solo músculo. No sentía el dolor de la caída, no sentía nada que no fuese la desesperación y la nostalgia.

Adam reaccionó rápido, dispuesto a ayudarlo, sin pensar en las consecuencias que podría traerle a su propia alma.

—No te acerques. —Logró articular Herón—. Es una orden.

Para Adam, las órdenes que daba Herón eran absolutas. Se detuvo y retrocedió varios pasos al ver que el cuerpo del demonio comenzaba a palpitar. Se perdía entre la oscuridad, luego volvía a su forma humana, parecía estar a punto de transformarse, pero sin hacerlo realmente. Él estaba tirado bocabajo, observándolo.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora