El silencio de la casa era opacado por la canción de un video de caricaturas. Quienes habían trabajado ahí tuvieron el infortunio de ser despedidos por el nuevo dueño. ¿Por capricho? ¿Por un complejo de superioridad? Fuera cual fuera el sentimiento que motivaba al hombre a cometer sus recientes acciones, nadie lo podría comprender. Solo tenía la necesidad de menospreciar a otros para sentirse pleno.
El señor Gerard Janssen leía en su nueva biblioteca, a diferencia del sencillo librero que antes poseía en su antigua habitación, prefería la comodidad del despacho de su padre. La habitación era espaciosa, con varios artefactos lujosos y antiguos. El hombre recordaba que su padre había invertido una gran fortuna para conseguir aquello. En ese sentido, él había heredado el gusto por la apreciación del arte en su máxima significancia. Dudaba que existieran personas con ambiciones más particulares que ellos.
Aburrido, Gerard Janssen hojeaba cada expediente depositado sobre su escritorio. Tan pronto anunció los puestos vacantes en el supermercado más de cien personas presentaron sus datos, ansiosos por ser elegidos. Pero, con él de supervisor y con su exigencia mezquina, solo pocos cumplían con lo requerido.
—No me sirve —refunfuñó el hombre y lanzó el documento al aire; los papeles cayeron entre el resto de los expedientes que estaban dispersos por el suelo. Los pocos que eran seleccionados se ordenaban en una silla de madera.
El hombre alzó su mano hacia adelante y sostuvo otro documento; cuando estuvo dispuesto a leer su contenido, un ligero temblor le obligó a soltarlo. Formó un puño y esperó a que pasara. Era inevitable que su enfermedad se detuviera por completo y, aunque el demonio le había prometido que sus deseos se cumplirían, parecía ser que existían cosas que estaban fuera de su alcance. Su cuerpo no iba a sanar por completo.
Segundos más tarde, prosiguió sin prestar demasiada atención.
Estaba solo en una casa grande, ni el ruido de los automóviles le molestaba. Solo oía el televisor encendido. El señor Janssen nunca estuvo más feliz. Había soñado con vivir por su cuenta, con despedir a quienes le estorbaban y con olvidarse de aquellos que le decían qué hacer.
Gerard no necesitaba a nadie. Ni a ese demonio que convocó.
Volvió a lanzar otro papel al aire, en esta ocasión cayó más lejos que el resto. Ensimismado en el análisis de los candidatos, Gerard se sobresaltó cuando un ruido externo resonó por toda la casa.
Parpadeó, confundido. Había sonado fuerte y temía por una de sus reliquias. Tomó su bastón, que estaba apoyado contra el gabinete del escritorio, y comenzó a caminar. Con torpeza, sobrepasó el montón de papeles en el suelo. Al abrir la puerta, su miedo fue confirmado.
—¡No! —profirió, molesto. Uno de sus jarrones yacía a sus pies en miles de piezas. Se acuclilló mientras se preguntaba cómo podía quebrarse, el objeto era demasiado grande y pesado como para romperse solo. Además, le había costado mucho dinero comprarlo.
—¡Quién anda ahí! —exclamó; más que una pregunta, era un mandato.
Con su bastón alzado, observaba, atento a cualquier movimiento. Se reincorporó y decidió olvidarse de la inversión quebrada a sus pies. Había perdido dinero por nada.
No podía evitar pensar en lo extraño que resultaba el reciente suceso y, aunque no quisiera, por su mente pasó el hombre que vio esa misma mañana. Sintió un escalofrío de pronto. Su cuerpo aún recordaba la sensación abrumadora que lo sofocó, había visto en ese instante su vida pasar ante sus ojos como escenas cinematográficas, como si de un segundo a otro hubiera perdido el aliento y fuese arrastrado por la muerte. Fue una sensación horrible.
Si en otro momento volviera a ver a Azael, le pediría más información sobre ese demonio en particular y sobre sus deseos inesperados por aniquilarlo. Desconocía si el odio que Herón le mostró se debía a su persona o a Azael pero, incluso en ese momento, lamentaba no haber prestado atención al parloteo de Azael cuando lo convocó. Admitía que deseó cambiar de elección y así llamar a otro demonio, que hubiera querido tener cuidado de no nombrar a un charlatán, a uno que no pasara el tiempo soltando palabrerías a cada segundo. Pero, al mismo tiempo, el libro antiguo reconocía a Azael como uno de los demonios más accesibles y fáciles de tratar. Era cierto, hasta cierto punto, pero eso no le restaba el hecho de que fuera un demonio. Su humor era engañoso, irritante hasta el punto de llevar a cualquiera a la desesperación solo con escucharlo.
ESTÁS LEYENDO
Cuando los demonios lloran
ParanormalAl lado de Steven Shelton, Herón se convierte en una criatura indefensa y solitaria; pero para el mundo, es un monstruo cruel y despiadado. ¿Qué podría salir mal? ...