42. Malas intenciones

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La cúspide de la vida, los segundos que transcurrían antes del último aliento, eran instantes que servían para un nuevo propósito. Para Herón, era importante tomar en cuenta pequeños detalles para establecer una conexión estable entre el cadáver y un alma nueva: la edad y la causa de muerte.

Esa madrugada, los dos habían llegado al hospital regional de Grigor, donde esperaron con paciencia la muerte de tres jóvenes amigos que tuvieron un accidente por conducir estando ebrios. Cuando los cuerpos fueron trasladados a la morgue instantes después de la muerte, ellos aprovecharon la oportunidad para infiltrarse sin que nadie los viera, usurpando, metiéndose en los cadáveres mucho antes de que llegaran los familiares a identificar los cuerpos.

Los guardias de aquel lugar se mantenían reunidos en una habitación diferente, jugando a las cartas y comiendo rosquillas.

Herón, que se había inmiscuido dentro del cadáver antes, se levantó de sopetón y la sábana blanca que cubría su nuevo cuerpo se deslizó despacio por su pecho. Se bajó de la mesa metálica y lanzó la manta al suelo. La apariencia no era lo acostumbrado, su rostro lucía pálido, su cabello era rubio y no era tan corpulento como en otras ocasiones. Parecía un simple chico debilucho y consumido por el vicio.

Herón sacudió su cuerpo, estremecido por la figura tan mundana que tenía ahora. Se concentró en emerger y lucir su verdadera forma.

«Mucho mejor», pensó segundos después, tras deshacerse de la débil apariencia.

Dirigió su mirada al cuerpo que yacía inmóvil en la siguiente mesa, donde el alma de Adam permanecía capturada. A diferencia de Herón, él no podía despertarse sin recibir ayuda. Con un chasquido de los dedos y el sonido su nombre, reaccionó.

Adam comenzó a moverse poco a poco, primero los dedos de las manos, luego los de los pies. Se sintió desorientado durante unos segundos, confundido. Tan pronto sus recuerdos asomaron en su mente, se incorporó al instante.

Sonrió con malicia. Parecía satisfecho.

Herón presenció el cambio de emoción y, un poco sorprendido, avanzó hacia él.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

Adam sacudió la cabeza.

—Pasa que quiero hacer una cosa interesante.

—Haz lo que quieras. Si te atrapan, te destrozaré.

—Qué aburrido te has vuelto, Herón —comentó con sorna—. ¿O es que soy el que ha dejado de serlo? —Adam soltó una carcajada divertida.

—No te pongas altanero.

—¿Por qué no? Me siento como nuevo, siento que soy capaz de todo.

Herón no respondió al instante.

—Bien, necesito que te concentres —ordenó luego. Colocó sus manos en la cabeza de Adam y comenzó, como si de un juguete se tratase, a moldear el cuerpo del chico a su antojo. Podía hacerlo siempre que Adam lo deseara de verdad. Y deseos eran lo que más le sobraban al joven espíritu.

Herón era consciente de ello y de muchas cosas más. Sabía el riesgo que corría el alma de un ser humano al ser palpada por un demonio, pero aquello no resultó ser un obstáculo para él. No le importaba si el alma de Adam terminaba profanada o dañada, no le afectaba que terminara pudriéndose igual que el resto, pues solo una cosa estaba en su cabeza. Y no era el bienestar de otra persona.

—Hay algo que me sigue molestado —comenzó a hablar el chico, con fingido desinterés—. No dejas que las personas lastimen a Steven, ¿pero te has dado cuenta de que eres tú quién más lo lastima?

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora