26. Conspiración interna

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Herón abrió los ojos de manera repentina. La jaqueca le impedía conciliar el sueño esa noche. Aunque la habitación estuviera a oscuras, no requirió de la electricidad para advertir la presencia de Adam al pie de la cama, pues su alma parpadeaba en un azul blanquecino. Herón se giró sobre y enterró el rostro contra la almohada.

—¿Podrías tranquilizarte? —cuestionó, su voz quedó amortiguada contra la presión que ejercía sobre el cabezal.

—Estoy tranquilo —respondió Adam.

—Podría sentir tu molestia incluso si estuvieras a kilómetros de aquí. No es que me importe, pero me fastidia que yo deba pagar por eso.

Adam dejó escapar una risa incrédula.

—Si no te importa mi desdicha, a mí me vale si sufres o no.

Apesadumbrado, Herón volvió a moverse sobre su cama. Estiró ambos brazos hacia arriba y alejó toda somnolencia.

—Los humanos sí que son egoístas. —Herón retiró la sábana fuera de su cuerpo, bajó los pies sobre la alfombra y buscó debajo las pantuflas rosas que Steven le regaló poco después de haberle prestado dinero.

«Steven realmente es un chico bueno», pensó Herón otra vez, «demasiado bueno para estar cerca de alguien como yo. Lo corromperé».

Su propio egoísmo se había encargado de mantenerlo cerca, su necesidad de la paz constante fue más fuerte que cualquier intención de corrupción. Tal vez Herón poseía deseos que iban más allá de su naturaleza demoniaca, deseos que se perdían a medida que el dolor incrementaba en su vida. Bajo condiciones normales, se habría opuesto a la idea de ayudar a alguien, pero dejar a Steven desamparado supondría un tormento mayor. Su compañero de trabajo era importante, tanto que ocupaba un espacio en alguna parte de su corazón —si es que tenía uno—.

Nadie sabría qué tan valioso era Steven en la vida de Herón ni la relación que tenía con su pasado. Todo ello estaba enterrado junto con sus deseos frustrados.

Herón resopló y sintió la melancolía instalarse en su ser, casi tambaleó ante la sensación que provenía del alma de Adam. Se apresuró a entrar al cuarto de baño para desaparecer ante la vista curiosa del chico: no deseaba mostrarse vulnerable ni tampoco desvelarle que él o que algún otro humano podría tener el poder de hacerle agonizar. Estando adentro, sin más que la soledad de ese pequeño cuarto, se derrumbó contra el suelo.

«¿Hasta cuándo?» se cuestionó mientras reprimía los gritos que su corazón silenciaba. Se había hecho la misma pregunta tantas veces que ya no quería una respuesta, ahora ansiaba algo más. Estaba cansado de seguir del mismo modo, siendo neutro, siendo medianamente amable para recibir una recompensa futura, ¿todo para qué?

Pasaron minutos antes de que Herón volviera a salir del cuarto de baño, las emociones nostálgicas de Adam seguían haciéndole daño. El chico no era consciente del lo que ocasionaba y, de seguro, no se detendría si supiera la verdad.

—Eres despreciable —dijo Adam.

Quizás esa alma no se percataba del poder de sus sentimientos, de su tristeza o de la añoranza albergada sobre su antigua vida. A lo mejor, su intención era atribuirle a Herón más dolor, como si no tuviera suficiente con soportar los lamentos del mundo cada día. Su alma se corrompía al estar junto a un demonio, y solo era cuestión de tiempo antes de ver una versión inversa de Adam.

Herón no respondió. Caminó hacia la cama, quería ir a otro lugar, lejos de la casa. Sentía que su forma demoníaca emergería sin previo aviso. Steven dormía esa noche con su madre en las habitaciones del tercer nivel, y no podía permitirse lastimarlos. De todos los humanos, a él no debía pasarle nada.

La habitación se enfrió, oscurecida a causa del pálpito proveniente del cuerpo del demonio. Una especie de niebla negra se desprendía de su piel, ocasionando la desfiguración completa de Herón. Aquel chico atractivo que embelesaba a los ojos femeninos con su presencia, abandonó todo indicio de belleza para convertirse en algo extraño, monstruoso. Sin forma, sin cualidades a describir más allá de ser una simple bruma negra, viscosa y fétida.

—Aléjate —balbuceó Herón, su voz distorsionada era apenas perceptible. Comenzó a golpear el suelo con su puño.

—¿Qué te ocurre? —Adam lo miró, atónito.

—Por favor... detente —suplicó Herón.

Él jamás rogaba, pero ese instante poco le importo humillarse si con ello lograba apaciguar el odio que Adam sentía hacía él. Le dolía. Su desprecio dislocaba cada parte de su ser, para abrirse paso a un imploro real. No era falso, ni daba pauta a un engaño. Era verdadero.

Adam pronto entendió lo que ocurría, supo que esa conmoción era a causa de sus emociones que afloraban en su captor; lleno de resentimiento, de amargura y de rencor. Eran sus sentimientos lo que lastimaba al demonio. 

 

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Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora