61. ¿Por qué no matar a todo el mundo?

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—¿Sabes algo? —Herón aumentó su agarre alrededor de la mano de Mila, luego reanudó—: Casi me engañas.

Mila se mantenía quieta. Sin forcejear y temerosa por la actitud agresiva de Herón, tragó saliva con dificultad.

—Ser gentil conmigo no es común en Mila, más bien, son gestos que solo Selah podría atreverse a hacer. —Herón entrecerró los ojos.

Durante el tiempo que trabajó junto a la joven de cabellos negros, Herón pudo darse cuenta de sus actitudes, de su torpeza y de su forma de tratarlo. Era temerosa, quizá un poco sumisa cuando era él quien le ordenaba hacer las cosas. Y, sobre todo, había percibido la manera de cambiar su actitud. La verdadera Mila le temía por razones que él desconocía, mientras que de la nada se mostraba amable y gentil. Era versátil.

En ese instante, justo en la mirada que los dos se dirigían, no había más que la seguridad de ponerle fin a todo.

—¿Por qué no hablas o dices algo? —cuestionó Herón. La mano de la muchacha, alzada a la altura de sus labios, resaltaba aquel brazalete que él le regaló.

—Yo no... yo no... —balbuceó ella, sentía que sus piernas fallarían en cualquier momento. Tenía miedo de lo que podría ocurrir esa noche. Cada parte de su conciencia le indicaba que le propiciara un golpe en la entrepierna, pero su cuerpo no cedía. Esa sensación comenzó a molestarla de nuevo. No sabía por qué la presencia de Herón la alteraba.

—¿No qué? —espetó él, a punto de perder la paciencia—. Ni te atrevas a decir que no sabes de qué hablo.

—No, no lo sé.

—¿No? —insistió el demonio.

Ella sacudió la cabeza.

—Bien —dijo y la soltó para darle la espalda—. Si no puedo llegar a Selah, siempre puedo provocarla.

En un segundo a otro, Herón arrastró a Mila a uno de los sillones pardos. La tiró con brusquedad y la inmovilizó con su propio cuerpo, posicionándose encima de ella. En el rostro de él, no había más que una mirada sádica y una sonrisa torcida que distorsionaba todo.

—¡Suéltame, suéltame! —Mila comenzó a patalear y a intentar soltarse pero, sin importar cuánto forcejeara, su fuerza no igualaba a la de Herón. No tenía oportunidad para zafarse de su agarre.

—¡Cállate! —bramó él—. ¡Cállate!

—¡No lo haré! ¡Ayuda! —gritó ella con fuerzas, pataleó, zarandeó su cuerpo e hizo todo lo que estaba a su alcance para alejarse.

Herón solo la observaba, sin inmutarse ante los movimientos bruscos de la chica.

—No importa cuánto grites, nadie te escuchará.

Y Mila no previó el siguiente movimiento de Herón, algo en su muñeca le avivó de un dolor puro, como puntas de agujas que se aferraban en la zona donde la sostenía. Su tacto quemaba.

—¡Duele! —Se quejó en un grito, con más fuerza volvió a zarandearse. Mila dejó escapar un quejido sofocado, el dolor de sus brazos aumentó. Estaba tan asustada y que su voz quedó atorada en su garganta. No podía gritar.

—Basta, por favor —suplicó—. No soy quien crees.

—No dudo de tu palabra, no serías capaz de mentirme.

—¡Suéltame! ¿Qué me haces? —Volvió a insistir Mila, asustada. Sentía que podía desvanecerse en cualquier instante, su respiración se había vuelto pesada y dificultosa.

—Solo evito que escapes de mí. —Herón parecía no tener ninguna intención de ser amable con la joven, la forma de acorralarla parecía la de un tigre que saltaba sobre su presa, esperando, manteniendo el suspenso para dar el golpe final.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora