31. Como una droga

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Tras recobrar la postura, Herón se tranquilizó y le plantó en la memoria de Steven nuevas cosas. Nadie más que él y Adam, que observó con horror la escena, sabrían cómo fue que a Steven le robaron preciados recuerdos o cómo cayó bajo la merced de un demonio.

Cuando Herón perdió la chispa de las emociones, sintió el golpe de la realidad. El duro sentir de los humanos, de lo podrido. Para él, los recuerdos tenían el mismo efecto que las drogas en los humanos. Podría ser un adicto sin remedio, podría pasarse la vida arrebatando sueños y memorias a las personas si tan solo existieran más humanos como Steven. Podría sentirse conforme solo con arrebatar y con despojar a la humanidad de su propia cordura. Podría, pero no era lo que quería.

Estaba cansado.

Cansando de esperar, de no hacer nada, de cumplir deseos y que los suyos permanecieran en el olvido. Así era. Cumplía las ambiciones de las personas en la ciudad por recuerdos, por sentirse feliz durante apenas un momento. Estaba cansando de eso, no quería ser más la figura de leyenda que las personas lo hicieron ser. Estaba cansado de ser el hombre que vive más allá de la colina. Quizás, era hora de agitar un poco la monotonía de su vida ¿Enfurecer a los que estaban arriba? ¿Provocar al creador y a los ángeles? Sí, quizás era hora de obtener la verdadera salvación.

El murmullo de Steven interrumpió sus pensamientos. Ahora ambos estaban sentados en la orilla de la cama, fue Herón quien retomó la conversación que Steven ingenuamente creía indefinida y que terminó en pausa de algún modo.

—Solo estoy cansado —balbuceó Herón, mirando a otro lado, molesto consigo mismo. Había hecho algo atroz a Steven, algo imperdonable—. Me cansé, Stev.

Y realmente lo estaba. No se perdonaba a sí mismo, aunque su compañero hubiera olvidado lo sucedido, aunque no recordara cómo había sido el juguete de Herón por un instante.

Steven solo escuchaba, mas no comprendía muy bien de qué iba la conversación precisamente. No quería presionarlo, sabiendo que tampoco quería ser cuestionado sobre ciertos asuntos de su vida. Aceptaba que Herón tuviera secretos que no quería desvelarle a nadie.

—Hubo una vez en la que me sentí de ese modo. Quizá nuestra situación sea diferente y no tenga nada que ver. —Steven se arrojó sobre la cama y observó la luz de la luna a través de la ventana abierta—. ¿Te conté que jamás conocí a mi padre?

—No —dijo, era una mentira a medias. Herón ya sabía la situación del padre de Steven, pero se había enterado de otra forma.

—Bueno, jamás conocí a mi padre —reiteró el chico con una sonrisa melancólica.

Steven reposó ambos brazos sobre su cabeza, no dejó de mirar por la ventana. Parecía sumergirse entre sus recuerdos.

—Muchos se burlaban de mí por esa razón. Cuando era un niño, no pensaba mucho en lo que significaba. —Soltó una carcajada vacía—. Llegué a un punto en el que insulté y maltraté a mi mamá por ello. ¡Qué cosas no le dije! Incluso ahora me arrepiento de lo que salió de mi boca. Ella no lo merecía.

Herón miraba a Steven, recostado sobre su cama. Quería saber qué pasaba por su cabeza, qué sentimientos le entristecían, pero había algo que se lo impedía; aunque sabía la historia completa de la vida de su amigo, no pudo evitar escuchar atento sus palabras para intentar averiguar qué tipo de emociones experimentaba él al contarlo todo. Y, sin importar cuánto intentó Herón escarbar en busca de emociones, no sintió nada. Tal vez Steven hubiese superado ya esa etapa de su vida y contarla no le causara dolor ni tristeza.

—Pronto entendí que mi familia era mi mamá, que no necesitaba a nadie más para ser feliz, aunque todos me hubiesen hecho creer lo contrario. ¿Entiendes? Desde un principio debí haber visto que tenía la fortuna de tener una madre que luchó por mí.

Cuando los demonios lloranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora