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La noche no tenía estrellas. Todo se veía insignificante al lado de la gran luna llena que brillaba en la oscuridad.

Sus ojos se anegaron de lágrimas, con la vista fija en ambas tumbas.

James y Caroline Monet eran los nombres que había inscritos en ellas.

Carol la miró de reojo, y suspiró tras envolverla en un abrazo. Ella era unos cinco centímetros más alta que Áurea, así que se refugió en su pecho, imaginándose que los brazos que le rodeaban eran los de su madre. Caroline decidió poner a la hermana mayor su mismo nombre, e hizo bien. Carol era igual que ella.

- Tranquila, pequeña - susurró dejando un beso en el pelo de su hermana menor - lo superaremos.

- ¿ Cómo ? - gimoteó alzando la cabeza para mirarla a los ojos. Carol le devolvió la mirada, con las mejillas mojadas por las lágrimas. A veces, Áurea olvidaba que no era la única que sufría.

- Con el tiempo - suspiró acariciando su brazo - El tiempo lo cura todo.

- Eso espero.

- Lo hará, Áurea. Te lo prometo.

La sinestesia es una enfermedad hereditaria. Y Áurea la había sacado de su padre.Él siempre le contaba que la llamaron así porque cuando la escuchó llorar al nacer, su voz tenía un color brillante, como el oro.

Ahora su nombre era solo un recordatorio más de que ya no estaba con ella, de que no estaban con ella.

Respiró profundamente, y limpió el rastro de lágrimas del rostro de Carol.

Le dirigió una pequeña sonrisa apenada, mientras tiraba de la manga de su abrigo para volver a casa.

Ahora ella era lo único que le quedaba.

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