Capítulo 42.

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«Un día intenté dejar de fumar, otro día intenté dejar de pensarte, y aquí estoy, jugando con el humo, y escribiendo sobre ti.»

Connor Spinelli.


Así que volamos por distintos caminos, sin tropezar de nuevo el uno con el otro, y conocimos más infiernos que cielos y al final del día, cuando el atardecer caía en todo su resplandor, ambos mirábamos a la nada o tal vez al cielo lleno de estrellas que tantas veces vimos juntos y divagando entre los recuerdos llegábamos a uno en especial, quizás ya no compartíamos nada excepto ese recuerdo, ese tormento, esa duda que carcomía el alma, el corazón y la mente día a día...

[...]

Ella me sonrió y sentí como mi corazón se hinchaba de felicidad al saber que fuí yo quien puso esa sonrisa en su cara.

Se hundió en el agua y luego salió con el cabello mojado, reí ante lo increíblemente adorable que se veía.

—¿Como se siente nadar acá? —le pregunté mientras que pasaba las manos por mi cabeza para quitar el cabello de mi rostro, Elizabeth sonrió encantada y tiró su cabeza hacia atrás al mismo tiempo que abría sus brazos.

—Pues, ¡Delicioso, espectacular, divino! —me contestó. Reí al recordar que ella es muy diferente a como me la imaginaba cuando la volví a ver.

—¿Y por qué te estás riendo? —me preguntó aún con esa perfecta sonrisa de ella, creo que eso era lo que más me encantaba de toda ella, su sonrisa.

Y su trasero también.

—Ven, ven y te digo. —extendí mi mano, ella se acercó a mí y puso sus brazos en mi cuello, quedando así a mi misma altura. La miré a los ojos. Dios, es condenadamente preciosa. —Estaba recordando lo que pensé cuando nos reencontramos por primera vez.

Ella me miró a los labios y preguntó con una ceja alzada y una sonrisa burlona en el rostro.

—¿Ah si? ¿Que pensaste?

—¿Segura que lo quieres saber? —pregunté y ella asintió.

—Que eras una sabelotodo intocable con aires de superioridad, una persona que tenía un ego tan alto que cuando pasabas a su lado tenías que ponerte un impermeable para que no te contagiara.  En ese momento no hubiera podido imaginar que detrás de esa fachada había una mujer espectacular, bella, y absolutamente perfecta. —ella soltó una risita y luego sonrió.

—Sabes qué, yo no tengo aires de superioridad ni de sabelotodo ni nada de eso.

—Por eso es que digo que las apariencias engañan.

—Bueno, igual tú tampoco es como que me caíste muy bien en ese entonces, podría apostar que incluso te odiaba. —ambos nos carcajeamos. Dejé un beso en sus labios y acomodé su cabello detrás de su oreja.

—Recuerdo perfectamente el día en la oficina. —reímos.

—Por tu culpa llegué aterrada a mi casa, pensé que me iban a botar por hablarle mal al jefe.

—Pues me sorprende porque te veías tan segura de tí misma, en cambio yo me quedé sin palabras, me sentí como un tonto.

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