Anécdota anónima
Estaba en clase de Historia tomando apuntes; el profesor no se detenía, hablaba y hablaba y hablaba... y que ni se te ocurra quejarte, porque de un grito te manda a callar. Lo que sucedió en medio de esa situación fue que sentí algo bajar, no hace falta decir por dónde. Si les soy sincera, no sabía qué hacer: perderme la clase y tener altas probabilidades de reprobar la prueba que estaban a punto de aplicar, o dejar que mis amigos —mi crush incluido—se dieran cuenta de que Willy se había liberado.
Opté por pedir permiso para salir, pero como era de esperarse, me lo negaron. Al terminar la clase (sí, la prueba se había movido para la siguiente hora) me levanté para ver si estaba manchada.
Y, efectivamente, lo estaba. Decidí quedarme en el salón durante el receso, dibujando cualquier cosa, cuando a quien más lejos quería tener, entró. Mi crush y yo, solos, en el salón.
—Oye, te estamos esperando para jugar básquet —apresuró.
Les juro por mi piedra mascota que no sabía qué hacer, ninguna salida a la vista.
—Me duele el estómago —titubeé.
La expresión le cambió.
—Ah... te acompaño a la dirección por un té —insistió de buena gana.
—No, no.
Fue entonces que tomó de mi mano y tiró para levantarme sin ningún esfuerzo. Él se quedó quieto mirando detrás de mí, casi aguantando la respiración. Luego apuntó.
—Tu asiento...
En este momento sucedió lo impensable. Cogí valor, aprovechando que estábamos solos, y lo besé.
Adivinen quién se fue con el corazón roto y cólicos infernales.
¡Yo no! Porque me quedé; ahora somos novios. Pero igual vio la mancha, así que el beso funcionó más para otra cosa que para que no viera mi asiento ensangrentado.
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Anecdotario Público
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