Anécdota 97

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Anécdota de @Andsig4

Mi hermano de pequeño era la clase de niño que amaba el mar pero se ahogaba en la regadera.

En cuanto el chorro de agua lo tocaba contraía su cara en una mueca arrugada y anteponía los brazos como pudiera.

—Pues cierra la boca, Mauricio —decía mi mamá.

El caso es que uno de esos veranos no tan calurosos mi familia y mis abuelos decidieron hacer maletas y marcharse a la Ruta del Tequila, que en pocas palabras, es un recorrido por los elementos de esta bebida. Su historia, preparación y por qué rayos es patrimonio mexicano.

Campos de agave, los procesos de fermentación y destilación. La cata que entretuvo nada más que a los adultos, entre otras cosas.

El camino de vuelta al hotel fue tedioso por sus planteamientos sobre el tequila: si ayuda a conciliar el sueño o no... si disuelve la grasa o no, si es afrodisíaco o no. Pero, mente fría, siempre, mente fría. Mi actitud era más positiva que una prueba de embarazo, pensado que al llegar nos esperaba una piscina fresca.

Así que una vez en tierra firme mi hermano y yo nos escabullimos a la habitación a cambiarnos y en cuestión de segundos ya nos hallábamos en el agua.
Mamá, que ese día iba vestida totalmente de blanco, llegó a hacernos compañía en una tumbona. Mis abuelos, por otro lado, habían decidido irse a su recámara a descansar.

Chapoteamos un rato más con la ventaja de ser los únicos en la piscina. Mientras yo iba y venía mi hermano se quedaba en la zona poca profunda, dando tragos de agua porque ni su garganta podía controlar.

Mamá decidió que era buen momento para irnos, de modo que de unas brazadas llegué junto a ella y me tendió una toalla. Mi hermano se quedó en un extremo de la alberca esperando que la buena mano de Dios le pasara su sandalia que flotaba en medio de la misma. Se sostenía de una barrera de azulejos que delimitada la zona profunda de la infantil. ¿Ya se imaginan qué sucedió?

En un intento por alcanzar su sandalia, con el brazo bien extendido, resbaló a la zona honda. Y fue entonces que me dije a mí misma... mí misma... tú hermano no sabe nadar.

De una instante a otro mi señora madre ya estaba en el agua nadando hacia él como su instinto maternal le daba a entender. Entonces recordé... que ella tampoco sabía nadar.

Y pensé. Madre. Del. Señor. Se me van a ahogar los dos y yo voy a tener la culpa.

Casi podía ver los titulares: "Hija despiadada deja morir a su madre y a su hermano en vacaciones familiares"

Volví a la realidad de golpe. Rodeé el filo de la alberca en unas cuantas zancadas y me lancé en un brinquillo chusco, porque la verdadera acción no da cabida al glamour.

El agua estaba más fría de lo que recordaba. En mi campo de visión mi hermano estaba agitando los brazos tanto, que parecía que quería aferrarse al aire. Su cabeza se hundía y emergía cada poco entre bocanadas de aire aceleradas.
Apenas llegué, lo levanté por la cintura pensando tan solo en que respirara.

En el otro extremo de la alberca mamá nadaba a ritmo casi tranquilo, aunque ella más tarde contaría que era lo más rápido que podía. Un brazo por aquí... un brazo por allá. El pataleo que sus piernas de oficina le permitían. Lo único que le ayudaba era que tenía la altura necesaria para alcanzar el fondo de la alberca.

Mauricio, cegado por la desesperación —o por su miopía—, me sumergió por debajo de él.

Mientras tanto, en el quinto piso del hotel mis abuelos veían la televisión. En paz.

Si le doy un golpe le voy a partir la nariz y va a salir peor, pensé. Por mucho que luchara con un niño cinco años menor que yo, su fuerza me tenía sumida en el agua y de ahí no cedía. Pues bueno, que sea lo que Dios quiera... viví bien... y de compensación, no quedaré como una asesina en el periódico.

En el quinto piso, mi abuela pasó la página de una revista.

Si es posible gritar debajo del agua, estoy segura que ese día lo hice. Saqué energía de quién sabe dónde y emergí con mi hermano a rastras. Me tosió en la cara, me rasguñó, seguramente también me escupió.

Y detrás, mamá apenas llegaba con su pasito tuntún. Sacamos a Mau entre ambas.

—Gracias, Andrea. Ahora veo que sí me quieres —lloriqueaba aún expulsando agua.

Le devolví una mirada con los ojos entornados. Estaba empapada, con un rasguño en la mejilla y varios dedos del pie morados por golpes contra los azulejos. Si hubiera tenido un tic nervioso en el ojo, lo más probable es que se hubiera manifestado.

Fue en ese momento que me di cuenta que la ropa de mamá, antes blanca, ahora era transparente y no dejaba nada a la imaginación.

El personal de recepción vio pasar a un trío empapado conformado de una niña abrazándose a sí misma y castañeando los dientes, un chiquillo con cara de regañado y una madre envuelta en una toalla que seguramente no era de ella.

Una semana después, Mau y mi mamá ya estaban en clases de natación.


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