2-H. El incendio.

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El Doctor volvió a llevarse la mano a la nariz. Tenía una hemorragia nasal por culpa del dolor de cabeza que sufría, que a su vez, era producido por un efecto colateral del campo de cuarentena, que el ángel lloroso que tenía delante ayudaba a generar para aislar a la mansión del resto del mundo.

Tenía que hablar con él y enseguida. Si permanecía más tiempo ahí, terminaría por desmayarse. No disponía de tiempo para andarse con rodeos. Pero, ¿cómo podía hablar con alguien que se convertía en piedra cuando se le miraba?

El Doctor tuvo una idea. Se volvió al Cazador y le advirtió:

–Date la vuelta y cierra los ojos. Oigas lo que oigas, no te muevas hasta que yo lo diga.

El Cazador obedeció sin saber qué era lo que pretendía hacer el Doctor. Luego, el Doctor también le dio la espalda a la estatua y habló:

–Sé que puedes oírnos. Sé que hay un organismo peligroso dentro de la mansión. Por favor, necesito entrar dentro. Cread una brecha que me permita pasar. Encontraré esa cosa y la quemaré.

No obtuvo una respuesta inmediata, así que el que Doctor volvió a insistir:

–Por favor, hay gente dentro. ¿Acaso no os importan sus vidas? ¡Tengo que salvarlos!

Y de pronto, el suelo cubierto de césped tembló al reverberar con esa voz potente y gutural, que daba la impresión de que venía de una garganta hecha de roca y tierra:

–No puedes salvar a todo el mundo, Doctor.

El Doctor se volvió al ángel, que mantenía la postura a excepción de sus ojos, que estaban fijos en el hombre de los dos corazones.

¿Cuándo se identificó al ángel? ¿Ya le conocía? ¿O es que los ángeles llorosos poseían poderes telepáticos?

En ese momento sonó el móvil. Aquejado por el persistente dolor de cabeza, el Doctor hizo el esfuerzo de contestar. Oyó la información dada por Amelia Folch.

Ya sabía quién era el impostor.


Dentro de la mansión, Buñuel, Negrete y Chávez ya estaban armados con antorchas encendidas. Tenían cercados a Karin, Jones, Bond y Frank, convencidos de que esos cuatro eran monstruos. El cuarteto acosado retrocedía ante el avance de las antorchas. Mientras tanto, Adolf, Eva y Mengele contemplaban la escena desde un rincón. De los tres, Eva era la única que se horrorizaba ante semejante escena.

De repente, sonó el móvil, que descansaba en una mesa central de la sala. Pero nadie se acercó a cogerlo.

Karin barajó la posibilidad de pelear con esos tres. Luchaba bien y sabía que ella solita podría con los caballeros de las antorchas. Pero le aterrorizaba la posibilidad de que uno de ellos fuera un impostor. Si se liaba a puñetazos con esos agresores, corría el riesgo de infestarse y de convertirse en una de esas cosas.

El teléfono seguía sonando, sin que nadie se atreviera a contestar. Los caballeros de las antorchas no se atrevían a atacar, el cuarteto de Karin no se atrevía a defenderse y el trío nazi no se atrevía a detener la trifulca.

Entonces, al dejar de oír el tono de llamada del móvil, Karin reaccionó.

Se adelantó y echó la mano al fuego de una de las antorchas, sorprendiendo a propios y a extraños.

Lógicamente, Karin retiró la mano en el acto y emitiendo un doloroso quejido. Solamente se había chamuscado un poco con esa actuación tan estúpida, tiñendo el enrarecido aire de la sala con un característico olor a cerdo quemado.

–¿Lo veis? –se quejó Karin–. No soy esa cosa. Esa cosa arde con facilidad. Le asusta el fuego. Si yo fuera esa cosa, no me habría atrevido a poner la mano en el fuego.

Doctor Who. Crossover.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora