Sobre la magia y los trucos.

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 Se arremanga el mago, y de algún lado, aparece una rosa. Ella le sonríe, la acaricia, y la huele; es real. Yo me pregunto ¿Es mérito del mago (truco), o acaso, de la rosa (magia)?

 El armado: Un día, o quizás en un desvelo, soñó impresionarla e imaginó un modelo. Uno que sería el primero y más importante de todos. Luego, obtuvo una forma, una secuencia de pasos a seguir para inutilizar los hemisferios por un instante, o dejarlos, a manos de un rápido movimiento. Un truco, aparentar, de pronto hacer creer un existir, un funcionar, algo que en este plano no tendría lógica alguna, pero que de alguna forma, se puede lograr.

 ¿Cómo aparece una rosa en una manga? Y en la ingenuidad del acto hay dos extremos, es como cuando somos chicos y en navidad vemos aparecer por arte de magia los regalos debajo del árbol, crecemos, y los regalos no están más ahí, hasta que progresivamente nos vamos convirtiendo en aquel que los deja bajo el mismo árbol tantos años después; dos partes del truco, que casualmente, confluyen en una. El mago también fue un encantado alguna vez, y él nunca lo olvida.

 El mago y el asombro, el otro extremo es ése, es creer que la rosa vivió toda la vida en una manga esperando nuestra sonrisa, era perseguir un trineo por el cielo y creer que había pasado justo a tiempo por nuestro patio, por nuestra casa, nuestro hogar. El asombro conlleva inocencia, conlleva el olvidar todo aquello que nos termina por probar que las rosas no viven en las mangas; conlleva también, a veces, no poder notar cuál es la finalidad del truco.

 El mago y la relación con el truco; no es mérito aclarar que el mago no vive sin el truco, pero quizás sí lo sea resaltar que el truco no vive sin el mago. Imaginemos un día caminar por la calle Corrientes, entrar a un café, sentarnos en una mesa y encontrarnos un saco. Abrirlo, y revisar cada bolsillo en donde se pudiese encontrar una billetera o alguna identificación que nos ayude a encontrarle un dueño, y en eso, al ingresar nuestras manos por su forro, hallar un pequeño bolsillo con un gancho, un elástico, y una rosa atada en su punto final. Era de un mago, che, pero eso no es un truco.

 Se requiere tanto esfuerzo, tantas rosas rotas, tantos bolsillos descocidos, tantos intentos fallidos para que el truco llegue a ser tal, para que valga tanto como su sonrisa, se requiere tanta vida para que aquel se asemeje a la magia. Para que aquella que aparezca sea la rosa más preciada de todas, para que la manga quede intacta y el asombro aparezca en ese instante. Se requiere tanto por algo que a veces me parece tan poco.

 Caminaba por la plaza Belgrano, miraba la hora, no tenía reloj y en aquello comenzaba a desesperarme por la falta de apuros. Crucé la plaza, arremangué mi saco, acomodé mi bufanda, también mi pelo; mis zapatos, impecables, relucientes y lustrados dando el brillo justo entre aquel marrón oscuro y el ya más claro color de mis pantalones, una camisa blanca, perfume francés. Una foto, veinticinco ángulos de luz diferentes, ingresé a su blog, empecé a investigar qué era lo que le gustaba. Música de los barrios bajos de Estados Unidos, discos de vinilo en pleno siglo XXI, un reloj mecánico, una máquina de escribir. Le gustaban las cosas tangibles, ella vivía en la tierra, en el tacto, en el rugor de un mantel sobre la mesa del domingo; mientras yo paseaba por las lunas de bibliotecas digitales, bajos electrónicos y pantallas brillantes de diferentes tamaños y formas; es más sencillo aclarar que yo vivía en un mundo tácito, a veces soñando regresarme a tierra.

 Tomé una foto en blanco y negro (casi como las que ella sacaba), y en su pie, comencé a escribir. Eso de que el truco no vive sin el mago, que encontrar la chaqueta desarmada no es magia; escribir sin sentido alguno, era casi lo mismo. Y recuerdo que aquel pie de foto estaba únicamente dedicado a que ella lo lea, y que piense, cómo pude vivir sin él, cómo había visto tantas veces aquella manga y no había notado los pétalos. Y lo leyó, y enloquecí.

 Pactamos vernos en una entrada de subte de la línea H, todavía me acuerdo aquel comienzo, me había levantado a las ocho de la mañana y no habrá sido hasta las doce treinta cuando por fin pude sentirme a gusto con mi existencia, mi pelo desaliñado, mi ropa manchada sutilmente y el color de mi bufanda acorde al gris tono de las nubes. No había mucha distancia, pero me acuerdo también, que aquel día tomé tres colectivos, cuando con uno solo me hubiese bastado. Bajé una parada antes, me miré en un espejo, acomodé nuevamente mis prendas, mi cabello, y comencé una de las caminatas más largas de mi vida a pesar de haberse tratado tan solo de unos doscientos metros. A cada paso sentía que el mundo cedía, que las miradas me penetraban y los espejos ahora me miraban mientras yo no los estuve controlando, resaltando, en mí, un mundo tras todo lo que había hecho, un mundo en el cual mi yo de verdad estaba guardado, atado, dolido, y en cada calle que cruzaba, temía que alguien se hubiese dado cuenta de lo que estuve haciendo. Como ya habrán oído mundialmente, el truco, a veces (por no decir la mayoría de ellas), puede fallar. Y yo fallé, al detenerme justo delante de tus ojos aquella tarde de invierno con una sonrisa incrédula que dudaba sobre aquella misma incredulidad.

 Te levantaste, te vestiste, comiste y caminaste; trabajaste, como cada día de tu vida, terminaste, saludaste, partiste sabiéndote tan necesaria para aquellos que te veían cada día, y volteaste, levantaste tu mano con delicadeza, los volviste a saludar; confirmándoles, que volverían a verte. Caminaste, veinticinco cuadras únicamente detenida en intentar recordar de dónde es que se te había pegado aquella melodía, la canturreabas bajito, a veces más alto, mientras mirabas de reojo la numeración de las calles pensando en cuán inútil era aquel pasatiempo, tu única referencia, era la casa rosada de ventanas rojas en donde debías doblar para aparecer en el lugar indicado, en el preciso instante, en la dichosa vida en la que yo te estaría mirando desde el otro lado de la avenida; y siguiendo tus propias indicaciones, haciendo lo que siempre debías, seguiste canturreando mientras fuiste llegando. Y al cabo de unos instantes fue así que apareciste, y no dejaste de verme, incluso, cuando corrías tus ojos. Llegaste, me miraste, te frenaste en el otro extremo de aquel truco barato. Soreí un poco, y no supe decirte demasiado hasta que fuiste vos quién comenzó a hablarme. Y es que yo tan truco, y vos tan magia. 

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora