Anexo irrelevante tres, la danza de la niña.

16 1 0
                                    

Se dio vuelta y voló una daga que dio justo al lado de mi cabeza; al principio, creí que habría querido matarme, al paso de un tiempo, entendí que ella no entendía sobre el manejo de las armas.
Y yo debía decirle, que girar tan abruptamente teniendo filos en las manos era peligroso, debía tomarla de las dagas, apretarlas suavemente hasta que sangren un poco mis manos, para que ella entendiese, que dolía, que dolía en serio.
Y éste fue mi estúpido movimiento mientras me fui desangrando, mientras esperaba los próximos cortes e iba imaginando cuánto quedaría de mi sangre en el suelo. Mi vago e inocente pensar incluso más que sus giros; llegó a disolverlo todo cuando la vi danzando hasta los brazos de otra alma. Ya no hubo daga, ni corte, ni algo más allá de un baile que seguía manchando de mi sangre todo el resto. Pero cuando uno danza, sólo entiende del mundo un lugar perfecto en donde las dagas no se desprenden de los vestidos.

¿Podía yo juzgarla entonces? ¿Entendería algo de lo que digo? Me dispuse a observarla y terminó por regresarse a tal punto que acarició mi rostro. Y yo pálido y desentendido la separé un poco. No puedo dar detalles de un alma que comprende tan poco a otra que tiene en frente de sí misma, no puedo tampoco andar explicando cuánto debe cuidar aquellos giros. Sentí en su ignorar una crueldad brutal hacia mí que hubiese danzado con ella cientos de vidas hasta desintegrar nuestros talones; pero no debieron gustarle jamás mis pasos.
O debían gustarle demasiado, tanto que los imaginaba inamovibles, íntegros y fieles. De esta forma en su ignorancia podía dejarlos tranquilamente mientras ella daba sus giros, sabiendo, que siempre la estarían esperando. Saber siempre espera, y ahí viví mi error, yo me pasaba esperando que ella quisiera únicamente estar en mí, pero ella era del mundo y yo un simple mundano. Terminaba por conformarme con pasajes en donde no sería más que una etapa, pero su regreso me volvía algo más su hogar. Y al hogar le duele cada vez que nos vamos, de eso no tuve jamás dudas.

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora