La ilusión amor, Sofía.

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 Miraba cabizbajo el suelo, pensaba en irme cuando aquella colilla de cigarrillo se apague en el suelo, fregaba mi cara con la mano, luego, suspiré. Y en ese instante, sentí cómo alguien llegaba corriendo, pisaba el cigarro y se sentaba al otro extremo del banco de madera, se escuchaba un jadeo, una respiración agitada y constante, su peso equilibraba un poco, y sin pensarlo y sin mirar le dije.

- Creo que te conozco, creo que te esperaba. - sólo había sentido un peso sobre el otro extremo del banco, nada más.

- Me conocés. - Afirmó, y acarició mi brazo con su maño derecha algo tibia intercalando sensaciones con aquellos anillos fríos que tenía en cada dedo. La miré instintivamente y desde ese entonces jamás pude arrancarla de mi mente. - Vamos. - Agregó, y se levantó de la precisa forma que mi vida quería, se levantó queriendo que la sigan, y yo, no resistía a las tentaciones.

Fuimos entonces adentrándonos en lo desconocido, en las calles de Belgrano entrelazando avenidas, plazas y esquinas sin fortuna. Casi tropieza con un saliente en la vereda, la agarré con cuidado de no dejarla caer, era frágil, frágil en verdad y a la vez poderosa. A la cuadra siguiente las calles se poblaron de gente, y yo debía andar con cuidado, la miraba cada tanto y con mi periferia cuidaba, al mismo tiempo, de no chocar contra nadie. Pero la constante necesidad de atenciones que caían como lluvia de verano me superaba, y mi desliz era entonces ella, ella mi prioridad que derivaría sin error alguno en alguna infortuita caída, pensé por dentro, o quise creer, que la suya se había basado en algo similar; aunque la idea se me fue fulminando en unas calles antes desiertas, desoladas, que no dejaban chance alguna... Me golpeé de frente con una silla, un señor algo más viejo que yo, un impacto seco y preciso en medio de mi estómago, él volteó en ese instante casi sin comprender, yo me quejaba de dolor.

- Perdoname. - me dijo, y yo seguía sin entender demasiado, tuve que esperar que se calme, que me explique, y ella también para comprender en un descuido que me había empujado, me había hecho derramar el café, y alterarme un poco. La tolerancia se había vuelto virtud, el joven siguió su rumbo únicamente cuando se pudo contentar con mi aceptación por sus disculpas.

- ¿En qué estábamos? - le dije.

- Ya nos íbamos. - me contesto, y acomodó su pelo con la mano izquierda para no enganchárselo con sus anillos que siempre llevaba en la otra mano.

- Por qué presiento que siempre te vas.

- Porque siempre lo hago, pero también vuelvo.

A los pocos minutos nos encontramos en una calle de adoquines, y recordé que le encantaban, siempre que caminaba sobre ellas las miraba con la misma dulzura que yo ponía en observarla, pero no precisábamos cuidados. Y fue en ese entonces que cruzamos una bella casa antigua y deshabitada, una caserona antigua con un gran parque descuidado, repleto de malezas, unos cuantos salones y todas sus entradas tapiadas salvo la del frente. Su curiosa intriga, su ni siquiera preguntar y escurrirse entre las rejas, agachándose como en aquella niñez y adolescencia que temía que se le esfumasen, y mi seguirla, mi seguirla cada vez que la encuentre. Crucé como pude, me desgarré la camisa, me ensucié el pantalón y tropecé en la entrada, ella siguió trotando e ingresó por la puerta, yo fui tras ella y una vez dentro la cerró, todo se resumió al silencio y a lo oscuro, si la muerte tenía que ser algo, debía ser eso; y si la vida tuvo alguna vez que existir, fue ella cuando me habló al oído acariciándome el pecho.

- Somos complemento. - le dije en un tono indefinido entre la duda y la afirmación.

- No. Desequilibrio, mi amor.

- ¿Por qué también presiento que siempre volvés?

- Porque siempre vuelvo.

- Por qué.

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora