Sembré el caos, el pánico, el dolor. Llamé al llorar por la puerta grande, escuchó mis golpes, te fuiste deshojando hasta perderte en un pequeño río de aguas saladas, luego acariciaste las páginas, dejaste caer un suspiro que se fue volviendo progresivamente tu risa. Y es que yo había partido hace un tiempo, pero mis huellas se continuaban marcando como si aun caminásemos por el fango recién amanecido. Caías en un dilema, abandonar la historia real que había emergido entre la nuestra, caías en el dilema de abandonarla tristemente tan sólo por haber sido una vaga recomendación de mis placeres, o continuarla sabiendo que mi imagen pendía todavía en aquellas hojas, como si un fantasma, un espíritu o espectro se desdoblase cada vez que tocaras aquel lomo amarillento. Y te preocupaba lo invasivo, la molestia, porque el espíritu que rondaba no era sino una imperfección, no era yo, ni se parecía, era mi presencia como aquella que le gustaba escucharte hablar de sinsentidos; entonces leer la historia era evocarme, era saber que aquel jardín mojado se desarmaría un poco en los pastos. Era temer que en los sillones quede marcado el hueco de mis pesos, era creer que mi imagen podría mantenerse fresca, volverlo todo inestable. Pero yo ya no estaba, yo me encontraría en las tardes haciendo cafeses en cafeterías aleatorias, me encontraría vendiendo mis nuevos puestos, mis nuevas fases. Como vendedor ambulante que no tiene más que tarjetas de presentaciones, y si mi único objetivo se volvía entonces un escape hacia mi nueva soberbia por qué precisaría regresar a tus sillones, jardines, y relatos para marcar las huellas. Dudaba entonces de tu estado, de tu capacidad de abruptez, de mis palabras que a veces se amoldaban a mis pensares sin saber siquiera si éstas existían. Dudaba entonces de todo menos de mi nombre, de mi nueva entrada a otras vidas para creer ahora que mis pasos serían certeros, dudaba tan poco como vos dudás de tus jardines y fangos, pero de tanto en tanto las huellas de mierda veulven a aparecer en ellos, en mis tarjetas, en tus pastos y almohadones. ¿Cómo se existe entonces? Cómo me desdoblo en pequeñas porciones de mí que se evocan desde otras vidas sin siquiera consultarme, cómo sigo sabiendo que ni siquiera precisan llamarme para que yo me aparezca caminando entre muebles dando vistas buenas aunque algo intrusivas. Cómo vivo sabiéndome tan poco mío incluso cuando siempre camino solo. La sensación de no buscarle sentido a las caminatas me abruma constantemente, y ver la luna partir de un punto inexacto del cielo me va avisando que no detengo mis pasos cuando este mundo rota y sé que ella se está moviendo, ahí el gran problema, el sabernos siempre en movimientos aunque nos sean tan incomprobables como mis fantasías.
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Para Sofía
Puisi¿Quién era Sofía? Esta pregunta costaba responderla, resumir a Sofía a unas pocas líneas sería limitarla tanto; y si tuviese que plasmarla por completo no podría terminar por algunos años, y sería una pérdida de tiempo, Sofía en los años en los que...