Sobre saberte sin haberte conocido, Sofía.

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 Te escribía aun sin conocerte, Sofía. Te mencionaba incansables veces en aquellos papeles amarillentos por el paso de un tiempo que no tomaba cafés en las esquinas de algunos bares como a veces solemos hacerlo nosotros; me cuesta tener que decirte, que no escribo a causa de tu existencia, y a veces, por dentro, llego a pensar que vos exististe a causa de mis escritos.

– Todo muy lindo, che. – dijo Sofía mientras bebía de su taza y observaba a un pequinés tirando de su correa al otro lado de Libertador. – Espero haber cumplido con tus expectativas por lo menos. – Agregó ofendida.

– Sofía, pensá en un túnel, pensá en uno con un desnivel tan particular que entrando desde un extremo no se ve el otro. Por más que fuese tan corto como una plaza, un túnel por el cual uno se entregaba al destino, y caminaba dentro de lo que alguna vez fue un suelo para creer en que volvería a emerger del otro lado de la vía. Y del otro lado, justo en la esquina estaba existiendo un café como éste. Debían ser las cinco de la tarde en una de ésas frías de invierno, y en eso, mientras me distraje en el camino de flores algo marchitas que acompañaban el descenso de mi mirada, se proyectó la sombra de una madre tomando de la mano a su hija que revoloteaba de lado a lado; lo curioso de todo, es que incluso después de veinte minutos, jamás conocí algo más que sus sombras mientras éstas se fueron apagando en una noche helada. ¿Qué fue lo único que me asegura que aquellas dos personas existieron, Sofía? – le pregunté sin mirarla.

– Nada. – me dijo.

– Mis papeles, So, son la prueba más fiable de que alguna vez existieron. – Sofía se tomó un tiempo, le gustaba vacilar de a ratos. Luego, respondió.

– No son fiables, ese es el punto, vos no te valés de tus papeles, vos te acordás algo que depositaste en ellos.

– Aún así, superaste cualquier punto de mi imaginar. – le dije.

 Volví a la plaza, a lo lejos desde aquel café a mirar por una rendija que me depositaba en algunas vidas ajenas, a lo lejos aquella plaza y su túnel tan particular por donde nos escondíamos del paso de aquel tren tan pintoresco, entre las flores y enredaderas que en la correcta época del año nos robaban cientos de minutos al cruzar a un paso tan retrasado, uno tan lento que costaba relatarlo conscientemente. El túnel particular, una plaza, la sombra de una madre y su hija correteando, jugando en un salto mientras yo las observaba incluso sin poder hacerlo, mientras las sentía incluso sin haberlas adentrado al mundo, al mío, che, no eran más que la sombra de dos interrupciones a un atardecer quizás inexistente en cualquier otro contexto o plano. Y vaya a saber uno realmente si las estaba alumbrando el sol por la espalda, si yo predeterminé a Sofía antes de conocerla, o incluso, si no fue que comencé a doblar las cosas por no saber decirle que fue ella, quien me había escrito por completo.


 Abrí un cajón de mi escritorio una mañana cualquiera en la que buscaba algo que no tenía sentido para esta historia, y en eso, en mi caminar incierto hasta algo carente de certeza, encontré un pequeño cuaderno amarillento en donde se encontraba aquel pequeño relato. Sobre las predeterminaciones, de nuevo, Sofía; todo el relato de aquel tiempo había sido real, e incluso me sorprendí al no recordar haberlo hecho. La plaza, el puente, la escena, lo único diferido era que a Sofía jamás la había llevado hasta ese café para contarle aquella historia sobre cómo alguna vez pude imaginarla. ¿Acaso creí alguna vez en el predestinamiento?

 Y Sofía, y el presente, y el bar de libertador y algo que quise volver real. Únicamente me faltaba el pequinés, aunque de alguna extraña manera lo sentía vivo, en frente, esperando para cruzar.

– Es raro, -dijo-, ¿qué fecha tiene? -preguntó-.

 Me desesperé un instante, no la encontré por ningún lado. Miré repentinamente a aquellos ojos burlones que me miraban desesperarme por cosas que probablemente no eran tan caóticas como parecían. Y de pronto, pensé si existió el puente, quise recordar si en aquella esquina había un bar, dónde estaba ese túnel, ¿los atardeceres en invierno iluminan tanto?, en invierno no hay flores por el paso bajo de aquel puente, y aquello terminó por enloquecerme. Si acaso las fechas no cerraban, si yo ya conocía a Sofía, por qué supe rayar de tal forma aquel cuaderno, por qué lo guardé en aquel cajón, por qué nunca recordé aquella historia.

 Pasó casi una hora, el sol de aquella tarde comenzaba a molestarme mientras mi cabeza volvía de a poco a la calma, a aquel pasaje en donde ya no se preocuparía tanto por los relatos que creen o no en el destino. Y en eso, Sofía se me acercó por el costado, tomó su cámara de fotos instantánea, se apegó a mi mejilla y me pidió que me quedase quieto. Obedecí, la sacó, luego se paró y esperó que aquel rollo girara hasta dejar entre sus manos un pequeño papel fotográfico negro, que con el paso de algunos segundos, fue dejando notar algunas sombras y formas difusas que sólo comenzaban a comprenderse teniendo el suficiente detenimiento.

¿Del tiempo en el que se tomó la foto, al tiempo en que ésta supo existir, dónde había quedado el momento? ¿Qué pasó en aquel instante donde imaginé ver algo que terminó llegando a mis manos? Del jamás al siempre ¿cuánta incertidumbre?, ¿en dónde estuvimos todo ese tiempo?, Sofía.

 Y terminó por definirnos en este mundo una foto quemada por un sol traicionero, una foto con rostros negros, desentonados, que terminaron siendo negros y desentonados porque los determinó algún ángulo en un tiempo ya inexistente.

 En la foto siguiente, mientras Sofía me rodeaba entre brazos, denoté una exagerada cara de sorpresa y volví a releer el papel amarillento.

"Y vaya a saber uno realmente si nos estaba alumbrando el sol por la espalda, si yo nos predeterminé antes de conocernos, o incluso, si no fue que comencé a doblar las cosas por no saber decirle que fue ella, quien me había escrito por completo."

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora