La infancia Sofía.

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   Yo me encontraba con la primer amenaza real de guerra en más de veinte años, y ella, juntaba piedritas en una bolsa de plástico. Por un momento desvarié, un poco, y quise frenarla, quise intervenir su vida de aquel instante para hacerle comprender, que el mundo no estaba bien como para andar juntando piedras en las bolsas mientras cantábamos inútilmente. El mundo era caos, caos y producciones, y si se desatase la guerra no tendríamos salvación, cómo hacerte comprender que si se desatase la guerra que sólo pendía del delirio de unos pocos, el nuestro destino se caería a pedazos. Era por eso que las piedras no servían, que el canto tampoco, era momento de anclarse a la tierra y empezar a analizar, en lo viable, en lo explícito, en las posibilidades reales de los refugios y caminos. Volvía a desvariar con Sofía ofendida de mi mano, de una de ellas, y de pronto los refugios se abrieron en mi mente, y una pieza de unos veinte metros cuadrados repleta de gente agolpada, alguien se había cortado y gritaba entre todo el alboroto, no había médicos, había muerto el último hacía una semana. De caminar en un parque de la mano de Sofía a la involución de una civilización/barbarie que no conocía de medicina; de manejar armas nucleares a la falta de medicina en un desliz del que dependíamos íntegramente. Pero cómo contarte esto, Sofía, sin generar la desesperanza que yo llevaba conmigo a todas partes, una que me había abrazado hace un tiempo extenso y no se iba salvo en pasajes efímeros donde la olvidaba, a causa de efectos tan similares a las drogas. Y no podía atentar contra ellos, cómo te llevaría entonces a un refugio subterráneo para no salir jamás, habría que evaluar primero si entrar realmente nos aseguraba el salvarnos, o si es que alguna vez la salvación fue una opción viable. Entonces Sofía soltó mi mano, regresó unos pasos sobre el caminito en medio del parque, se agachó cuidadosamente, agarró una piedra negra y corrompida, una piedra que entre todas las piedras que había en aquel lugar nadie agarraría, sólo ella, y quizás era entonces por eso que la había agarrado, o quizás porque no pensaba tanto y estas variables le eran tan absurdas a Sofía como las ideas que yo quería transmitirle. Sólo sé que tomó la piedra, y que cuando la trajo hasta mi lado vi que aquello no era más que un carbón, uno que había manchado sus pequeños dedos blancuzcos, y estuve a punto de comentarle nuevamente que ella estaba errada, pero me detuve, no desvarié. Y me quedé entendiendo a una Sofía infante que juntaba carbones piedras y ramas en una bolsa sin distinciones, a una Sofía que no entendía de razas, de juzgares, de atomicidades ni de pendencias e independientes. Y fue en ese instante, en mi helar, que quise invertir los roles, quise volverme pequeño a escuchar algo que ella pudiese decirme, supe que la magia no existía pero yo deseaba por dentro que Sofía me explicase; y lo cierto, es que ella no dijo nada. Mientras la vi caminar algunos pasos por delante quise convencerme que todo se había desvanecido, que no era más que una nena que caminaba y juntaba lo que pisase con sus botas en una bolsa sin sentido, y todo no era más que delirios, delirios míos que le daban sobre sentido a todo, porque había aprendido que la supervivencia estaba en recomprender lo incomprendido. Entonces seguí a Sofía con la soberbia entrante por mis botas bastante más gastadas que las suyas, pero cuando llegué hasta su lado nuevamente me detuve. Se acercó a un árbol, vacío la bolsa sobre una de sus raíces, miró hacia la más alta de sus ramas y saludó a dos horneros los cuales estaban construyendo su refugio. Una pequeña coraza hecha casualmente de barros, carbones, ramas y basuras. Mientras todos queríamos refugios, ella nos quería a todos, Sofía nunca me hubiese dicho nada, porque yo a esta altura, jamás podría comprenderlo.  

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora