Anexo irrelevante quinto, sobre el fénix y su ceniza.

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   Me quedé observando entonces cuando él se incineraba, y me miraba, con esos ojos suplicantes que sólo tenían en mente buscar refugio alguno. Un mínimo instante después, se desintegró en la brisa, se fue perdiendo entre el humo y el polvo que se deshizo en el aire para terminar en una pequeña montañita sobre la mesa. Y en aquellos ojos, en aquellos que todos miraban agonía, yo entendí al tiempo y un guiño a la vida. ¿Qué hacía aquel pájaro? Me pregunté, qué era aquella montaña grisácea que chispeaba cada tanto y levantaba alguna sospecha, una tenue que a su vez sería suficiente para que cualquier oyente de cuentos logre comprender lo que sucedía, él renacimiento, él levantarse; el sobreponerse a lo adverso y volver a ser lo que él siempre sería. Porque las cenizas tan sólo serían descanso para todos los ojos mundanos y fantasiosos, pero yo no leía ya cuentos, todo aquello no era fantasía. Y en aquella mirada yo vi algo más que una simple caída. Volverse ceniza no sería entonces más que su mera condición, porque el fénix siempre ceniza a cada uno de sus pasos, a cada momento, a cada ser, y fue por eso que lo admiré de tal forma, por eso me encontré tanto. Para renacer primero debía saberse muerto, y aquello decían sus ojos, se sabía muerto y no agonizante, se sabía perdido y ya sin cura, y se despedía, no suplicaba ayuda alguna; e incluso renaciendo, e incluso ya arriba no hace otra cosa que prepararse para terminar por desparramarse otra vez. El fénix no es más que la muerte en vida; y como ya muerto, tampoco hay dolor, y el renacer no es más que fábula y adorno para alguna poesía. Pero aquellos ojos no mentían, no podrían hacerlo siempre.  

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora