Algo que falló en mis relatos, So.

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  Me miró Sofía de manera penetrante, y fue una de esas miradas que yo sabía más mías que suyas hacia mí, como si quien estuviese diciendo algo fuese mi boca, y no la suya, o como si yo estuviese esperando que alguien me lo dijera, se animase a hacerlo, y siempre era ella, jamás Sofía callaba. Entonces vuelvo a insistir en la mirada, en sus ojos puñales, en su timidez repleta de firmeza, y parece contradictorio pero Sofía vivía en timidez aunque siempre terminaba por superarse y por dejarlo salir todo.

- Pero...

Tomó aire, suspiró, prosiguió luego de correrse el pelo de la cara debido al calor que hacía ese mediodía.

- Pero algo falla. - comentó, y Sofía acariciaba su mano por uno de mis escritos, precisamente, refería a uno que hablaba sobre un lobo que le relataba la vida a una cierva preciosa.

- Algo falla . - insistió. - Los ciervos femeninos, o las ciervas, no tienen grandes cuernos como en tu relato, está mal, no sé, quizás no entiendo.

Y debo admitir que no tuve respuesta, yo me había centrado tanto en la maravilla, en la contemplación, en la belleza que penetraba a través de los ojos de aquel depredador que no depredaba, que se contentaba en mirarla pastar desde una colina a un hueco entre coníferos y pastizales, y en medio de mi relato comencé a desvariar y pude ver, porque me había vuelto el lobo, que de aquella cabeza se alzaban dos maravillosos cuernos largos, largos pesados y preciosos, que aunque yo no podía alcanzar los deleitaba una y mil veces con lo que decía. Entonces estaba mal, y era Sofía la única capaz de enfrentarme, de pararse frente al lobo y desafiarlo, a recalcarle que así jamás cazaría, por ende no comería y continuaría muriendo, sólo que cada vez más rápido, cada vez más profundo, y eterno su dolor. Entonces tomé al silencio, miré a Sofía desde la punta de la mesa por un largo rato sin querer reconocer nada, y el sabor agonía me endulzaba la boca, y probablemente ella ya se encontrase leyendo cualquier otra cosa pero mis errores me carcomían, y debía, buscar una forma de manipularlo tan vilmente que me dejase bien parado y a ella en su error. Pero no trataría de maldades, la maldad hacia Sofía no existía ni siquiera forzosamente, y no era sino un camuflaje de mi soberbia que precisaba tranquilizarse más que lo que el lobo precisaba de comidas.

La noche me pesaba, me contracturaba el cuello y por tercera vez en mi larga historia yo volvía a verme arremetido por su forma, me habían nacido cerca del anochecer unas patas largas, que en su extremo, volvían a dejar florecer unas maravillosas garras siempre relucientes por su falta de uso. Y Sofía dormía, la escuchaba respirar desde una pieza cercana, y yo bajaba de la cama con cuidado apoyando cada una de mis cuatro patas, que al tocar el suelo de madera crujían lentamente. Y yo apretaba los dientes, los filosos colmillos y enormes molares que me habrían vuelto a nacer hacía unas pocas horas, jadeaba un poquito, me sacudía el pelaje para despabilarme y caminar por entre las piezas y pasillos buscando no más que una razón para romper mi hechizo, y ella no estaba para ayudarme, y yo no podría jamás irrumpir sus sueños con mi robustez lobuna que habría adquirido de la literatura pero que cada vez sentía más mía (por ende menos maravillosa), entonces sin acudir a ella me iba a buscar la luna. Tampoco sería bueno salir por la puerta que daba de frente al vecindario, no debía saber nadie más que yo mi transformismo, mis pasiones satelitales, mis conflictos y precauciones para no dejar marcas en las paredes cada vez que me apoyaba. Entonces vi la ventana abierta, yo jamás la dejaba en ese estado, fue así que agradecí mi torpeza sabiendo muy en el fondo que nada tendría que ver conmigo aquel acto, y que alguien me sobreentendía en mi patética y predecible forma de entrelazarme con el mundo. Debía tener un calendario con fechas en las que yo era un idiota, un genio, y un lobo bien denotadas para saber si debía dejarme solo, sentarse a escuchar lo que brotaba de mi ego, o dejar la ventana abierta para no desesperarme.

En la pradera encontré un abismo, y de pronto implosionaba contra mi pecho, y las garras que no eran manos no podían darme un consuelo, llevarse las garras al pecho era hiriente, era doloroso incluso más que el abismo en sí, fui ingresando a las coníferas que dejaban aquel círculo tan único para ir pastando, y me recosté, mirando al cielo. La luna no estaba, y fui entendiendo, que yo tampoco.

El calor me estaba agobiando, y me levanté algunas horas después, el cielo seguía nublado y yo seguía con mis garras, con mi error en el relato y mis insatisfechas hambres, pero fue ahí, en el medio del abismal vacío, que escuché sus pasos. Desde la cima de un pequeño elevado, aquel ciervo me estuvo mirando hacía ya un tiempo. Y me helé, me congelé, me equilibré en un contraste térmico y necesario. Entonces era el ciervo quien siempre me contemplaba, y los roles los creí invertidos, y no pude decirle nada a cada paso que fue dando con sus maravillosos cuernos, pelajes y formas mientras se me acercaba. Y entre todo esto, mi razón que se encontraba, a cada paso del ciervo, a cada cercanía, iba reduciendo progresivamente sus aspas, sus barbas, sus maravillas, y a cada paso que lo tuve más cerca se fue encogiendo, se fue transformando, y a cada paso que dio fue menos bruma, menos ciervo, más ella. Hasta que la tuve frente a frente y me fue informando, que jamás había tenido nada más que lo que ahí mis ojos encontraban, y era pequeña, pequeña en verdad, era tímida y delicada, no poseía cuernos, era verdad el error que marcaba Sofía, tan sólo unos pequeños casi decorados entre sus orejas, algunas manchas blancas como crema sobre un café, y unos ojos nada maravilosos y a su vez fascinantes. Mi cierva entonces no era maravilla, era la más pura mediocridad, pero fue en ese punto, a su vez que la supe mediocre, que entendí mi verdad. Mi razón, mi ser, y perdí las garras los dolores y miedos, y no hubo fronteras ni coníferas ni montes, sino calles, hubo calles, hubo ella, hubo yo; e inexplicablemente, a partir de ese día, no hubo nada más.

Para SofíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora