Cuadragésima cuarta pluma.

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Ángel, ¿por qué me miras como si fueras a llorar?

Dylan no encontró palabras al ver el cuerpo de Bradlee lleno de chupetones. No encontró el valor para preguntarlo y tampoco quería saber las respuestas pero sí le había llamado la atención.

¿Por qué Bradlee había llegado hasta las tres de la mañana? No se lo había logrado explicar hasta que lo vio cuando salió de bañarse. Se sintió tan afectado por ello que no encontró la fortaleza para comer como debería y sus fuerzas se vinieron para más abajo cuando escuchó a Bradlee hablando con Ann. Con Ann. Con esa maldita tipa que seguía detrás de Bradlee.

Vale, no era suyo pero al menos era más suyo que de ella. No quería sentirse como un completo idiota, como un sucio amante o al menos no después de que su madre se hubiera marchado con su amante y que su padre le hubiera repetido lo malo que eran los amantes hasta el cansancio. Él no hacía nada malo pero tampoco quería tener que recordar esas palabras a diario.

Bradlee estaba tan feliz, hablando con ella y lucía más joven y lleno de vida. El día anterior su mirada habia decaído terriblemente y se había fumado dos cajetillas de cigarro sin tomarse un respiro.

“Brad” Él volteó a verlo, su mirada era jovial y atenta a lo que decía. “¿Cómo amaneciste hoy?” preguntó lo más estúpido que se le ocurrió.

“Oh, Dyl, estoy muy bien” Fue su respuesta. No era una total mentira.

En serio, no era algo completamente falso. Se sentía jodidamente bien, con la estamina de vuelta donde debería estar y el día era tan soleado a sus anchas que no se desanimó incluso cuando Dylan volteó y anunció con alegría que era otro día para buscar a Brent. Le dolió, ¿cómo no le iba a doler si ese chiquillo era todo para él? Pero no tanto como el día anterior, el dolor era tan suave como una pluma de ángel y estaba todo en orden, realmente lo estaba.

Era como estar drogado, toda la mierda se iba y te volvías en un estado de completa euforia pero después del viaje, la cruel tierra te recordaba tu penitencia y todo por lo que te habías drogado. Así fue. Eran como carros chocados y cuerpos prensados por las crueles circunstancias.

“¿Crees que Brent me esté buscando como yo a él?” No. Pero era de mala educación decirlo.

La verdad no se lo merecía en lo absoluto, aquella joya no estaba destinada a ser apreciada por unas manos sin cuidado. Dylan era algo para apreciar, para admirar y para enamorarse perdidamente de él pero nuevamente eso no lo iba a decir.

Y en ese momento mientras se encaminaban a los hospitales, Bradlee admiró a Dylan una vez. No se cansaba de hacerlo, el pequeño era tan bello, como una obra de arte perdida y poco comprendida, él era como los cuadros de Van Gogh, nadie sabía que era una obra tan hermosa hasta después de muchos años.

La cosa es que Bradlee sabía apreciar el arte y Dylan era arte.

En un momento, Dylan tomó su brazo y lo jaló consigo todo el tiempo, quiso decirle que se detuviera porque era demasiado para él y para sus sentimientos; le daban ganas de escribir poemas acerca de sus etéreos ojos, de su belleza sublime y de la gracia de su ser acerca de él, para él y por él. El querubín era tan pequeño y sus manos también lo eran por lo que aquel contacto en su brazo por primera vez al estar usando una simple guayabera fue electrizante, una magia que le perseguía al tacto de la yema de sus dedos, del recorrido de sus ojos y de sus labios al hablar.

“¿Brent Saltzman?” preguntó cuando llegó al hospital, ni siquiera expresó un saludo y Bradlee quería reprenderlo.

“No hay nadie registrado aquí con ese nombre” dijo la muchacha de aquel hospital. Y de todos los demás, y no sólo de los hospitales, también de todas las morgues por las que pasaron y el corazón de Dylan se partió en cada visita.

Hola, ángel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora