Quincuagésima cuarta pluma.

254 29 2
                                    

Ángel, mi cuerpo se siente tan frío.

Era como ir en cámara lenta, un pie le pedia permiso al otro para avanzar y aunque su vista estaba fija en el frente, realmente no estaba viendo nada. Era como no ser consciente de lo que pasaba alrededor de sí mismo, oía el sonido de sus zapatos contra las baldosas y el bullicio del hospital pero solo podía atinar a seguir caminando con las  indicaciones de la enfermera.

Oía su voz en segundo plano, no sabía que era lo que le decía y aunque de seguro era algo importante, el dolor le impedía prestar atención en otra cosa que fuera sí mismo. Había tanto ruido pero era como si tuviera audífonos que lo aislaban de los demás, la respiración le pesaba y la cabeza le punzaba en cada paso que daba por aquellos largos pasillos; solo oía el tambor de su corazón mientras se sentía como un niño desolado en su propio abandono.

Una mano se aferró de su brazo, apretando su extremidad con fiereza al punto de enterrar su uñas en su piel acaramelada. El aire se soltó fuera de sus pulmones, si algún hombre dijo que el amor era felicidad, no era un hombre sabio porque jamás le había dado nombre a un sentimiento tan doloroso como aquel; entonces, una cabeza reposó en su brazo mientras avanzaban.

Dylan.

La amabilidad no era lo suyo, no realmente, era un hombre bárbaro, un verdugo cruel que acechaba en su debilidad, asediándolo y llevándolo a los precipicios más acerbosos, aún así no se veía en la facultad de apartarlo porque como el buen veneno, era precioso saborearlo. Era tóxico, insidioso como un ratón y aquella ponzoña solo le perjudicaba su salud mental y física; era peligro y no podía escapar de sus palmas de terciopelo rugoso, de aquellos cabellos taheños, su pesar era aveloriado mientras el sujeto a su lado siguiera aferrándose a él mientras se acercaban al cuarto.

Dylan, ¿había persona más cruel?

Casi se sentía en la necesidad de rosigar por todo al ser incapaz de olvidarlo cuando se seguía apareciendo en su camino y sus ojos grisáceos temerosos le pedían con terror que lo acompañara a aquel sanatorio. Era frívolo y ahora se arrepentía de no haberlo sacado de su piel con fuerza al restregarse porque ahora esa salida estaba tan lejos y tan cerca como él lo dispusiera. ¿Quién había osado en llamarlo ángel? Y, ¿bajo qué derecho? Él era inhumano.

Él daba esperanzas que se rompían a su voluntad pero, ¿cómo culparlo después de habérselo permitido? Se sentía como un muladar, lleno de estiércol producto de un ludibrio del cual fue responsable por entregar su corazón en bandeja de plata. Debía pensar que era un estúpido del cual burlarse, debía pensar muchas cosas acertadas por más que deseara que fueran equivocadas pero el peor oprobio era acercarse a aquella habitación sin ser muy bueno en las despedidas. O, ¿qué creía? Que Dylan se quedaría con él era una burla, una ignominia que no valía la pena pasar.

Cada vez que lo hería, comprobaba las palabras de la carta de Pablo a Corintios, una contumelia equivocada que no debería leerse en las bodas, se decía que la palabra amor –erróneamente– significaba, 'sin muerte', por lo que cuando alguien decía 'te amo', lo que quería decir era que quería que viviera en él para siempre. Si bien ese significado no era correcto, al pensar en ello y aún con toda la mierda encima, seguía pensando en Dylan siempre porque uno nunca elegía de quién enamorarse.

El amor por él era eviterno y lo que es eviterno es eterno.

Era relente y asfixiante, era cálido y gélido, era felicidad y amargura.

Lo estaba tocando y bien Dios sabe que daría todo por ser tocado por esas manos, sólo podía aceptar aquellas manos posadas en su brazo. Se sentía como su ancla, alguien que le sujetaba encima del mar y no lo permitía hundirse pero, ¿quién lo sostendría a él? Porque estaba a nada de dejarse caer. Bien sabía que no podía porque eso involucraría arrastrar al ángel en la marea consigo mismo.

Hola, ángel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora