Cuadragésima primera pluma.

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Ángel, ¿puedes dejar de sentirte culpable?

La había jodido. En grande. Con grande en mayúsculas y signos gigantes de exclamación. Y una gran onomatopeya.

Se había acostado con Bradlee por calenturiento y aunque no se arrepentía, reconocía que la había jodido en grande. Y vale, había sido la cosa más excitante de la que había sido hecho parte y no se iba a quejar respecto a eso pero había sido raro.

Muy raro.

Al menos después de que dejó de temblar en la madrugada y durmió con Bradlee abrazándole, no se quejaba respecto a ello pero sí al hecho de la incomodidad cuando ambos despertaron en la mañana completamente conscientes de lo que había pasado. Y es que, Bradlee en primer lugar, no se había colocado ningún condón y eso le jodía porque no podía confiar en tirar su salud sexual por la cornisa.

Y lo más jodido es que quería repetir.

Él pasó su mañana en el aeropuerto pensando acerca de sus sentimientos encontrados con aquella cuestión y regresó a casa con eso aún en la cabeza, sin poder llegar a una solución inmediata. Suspiró al ver a Bradlee sin poder evitarlo en el estudio donde pretendía esconderse de él.

“Hola” Dylan saludó con la mano, ondeándola con lentitud. Los dos se vieron fijamente, al menos eso fue antes de que ambos se buscaran con los labios, estrechándose en un beso fogoso y caliente.

Podía sentir sus labios tibios estrecharse contra los suyos, Dylan respiraba entre sus labios con su aliento haciéndole cosquillas mientras molía sus pieles en una caricia profunda. Los podía sentir en todo el sentido de la palabra, podía hablar de ellos por horas y sentir la textura de ellos en el vaivén impuesto por él mismo, aquellos labios agrietados por el frío de Seattle pero tan tibios como una chimenea y es que le gustaba el sabor de Bradlee, sus intenciones de besarlo cuidadosamente y llenando de caricias por todo su cuerpo que no le producían desagrado y solo podía pensar en el sofá a sus espaldas e inconscientemente lo condujo hacia allá.

Bradlee se apoyó en el sofá, sentándose en él y llevando al ángel consigo mismo. ¿Por qué sabía a fresas? ¿Por qué sus labios estaban rotos? ¿Acaso se los había estado mordiendo? ¿Por qué su cabello olía a lavanda y no a manzanilla? Quería sentirlo como sus sentidos lo recordaban. El ángel bebió de sus labios, succionando sus labios en los suyos hasta hacerlos sonar y no se podía quejar porque se encontraba fascinado con la situación, persiguió con sus manos el cabello pelirrojo para tomarlo en un puñado y  un hermoso quejido proveniente del coral de sus labios.

Cada pequeña cosa que hacía le encendía el cuerpo entero y le abrasaba todo a su paso, dejando un rastro de magia a su paso en cada roce de la yema de sus dedos pasando por su piel. Todo se incendiaba en un caos precioso al que era sometido con gracia y satisfacción, no supo como poder detener el avance del efecto de aquellas manos y esos bonitos labios acariciando los suyos.

El ángel bajó las manos al cinturón del hombre, liberándolo y pasó sus inquietas manos a los botones de la camisa pulcra del mayor sin hacer el intento de detenerse de aquella pasión inmaculada que se extendía como fuego en la sangre, una tormenta que se había instalado en toda su cabeza en aquel preciso momento de paraíso al sentir sus labios pegados a los suyos, recibiendo su lengua sin oponerse a la humedad de su boca.

Él, el precioso ángel de alas rotas estaba siendo tan precioso encima suyo en su regazo, dándole caricias en sus mejillas mientras se sometía al control de Bradlee sobre el beso que empezaba a doler por las miles de emociones que le provocaban. Él, lo besaba con parsimonia y fogosidad una extraña combinación a la que no se oponía y era tan satisfactoria como un suspiro del alma, era tan magnífico, sentir sus labios sobre los suyos era lo mismo que respirar.

Hola, ángel.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora