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Baja las escaleras sin quitarme la mirada de encima. Lo cierto es que yo tampoco puedo apartar la mía de ella, ya que su manera de moverse bajo esa falda oscura y corta hace que me inmovilice. Su pelo ahora contiene unos rizos definidos que caen como cascadas sobre su espalda y su pecho. Si no añadimos el hecho de que me está dedicando una de sus sonrisas más perfectas y encantadoras que jamás me ha mostrado; esas que te hacen pensar «¿Por qué soy yo el afortunado? ¿Qué he hecho para merecer algo tan maravilloso?» para remarcar el poder que tiene sobre mí.

—Estás genial —le suelto casi babeando cuando está a mi lado.

—Lo mismo digo —contesta encantada. Esa expresión me recuerda a la escena anterior en la habitación. Se encoge de hombros y suspira—. Bueno, ¿qué?, ¿me vas a decir a dónde vamos o me vas a tapar los ojos hasta que lleguemos?

—Lo de taparte los ojos es tentador —comento—, pero todo va a su debido tiempo, Sophia. Vamos al coche.

Pongo mi mano en su espalda hasta que llegamos al Audi y esta vez, obviamente, soy yo el que se sienta en el asiento del conductor. Suspiro y arranco el motor.

Estoy en parte nervioso por la cita, porque soy novato, pero lo que más inquieto me tiene es otro asunto. Aunque no me doy cuenta realmente hasta que estamos a punto de trazar el punto que provoca mi ansiedad.

Resulta que para llegar a nuestro destino tenemos que cruzar el canal del Lago Washington. No es el lago Washington en sí, pero desemboca en él. Lo cierto es que he escogido la ruta más larga y duradera, que es la que más lejos se encuentra del lago, pero, pese a eso, no logro tranquilizarme y los recuerdos me invaden poco a poco. Van desde el rostro de Mayda hasta mi casi suicidio el pasado mes de diciembre. Me torturan y me acechan como si quisieran echarme en cara todos mis errores hasta matarme.

Los sentidos no me responden y siento como si estuviera fuera de mi cuerpo.



Me hubiera gustado hacer cosas tan sencillas como ir a dar un paseo contigo por el bosque, explicarte cosas sobre mí y escuchar las tuyas... —dice Mayda.

No la puedo ver. Solo escucho su voz, que deja paso a un rostro conocido: Kyle. Estamos en su cabina de la sala de inserción.

—No puedes huir del dolor, Noah —suelta con una mueca de asco. A Kyle sí puedo verlo—. Pero da igual, solo te preocupa una muerta a la que ni siquiera podías saludar porque esperabas que las cosas se hicieran por sí solas. No eres el único que sufre.

Se da la vuelta, abre la puerta y, de repente, se inunda la habitación. Pero Kyle desaparece y la cabina de la sala de inserción también se desvanece con él.

Ahora estoy completamente rodeado de agua, nadando, aturdido. Hay algo reluciente en el agua que capta mi atención, pero, no obstante, no dejo de nadar: se trata de un triángulo equilátero transparente; un recuerdo.

Sin embargo, no es el único, ya que hay un rastro de recuerdos ordenados en línea recta que no se mueven ni un centímetro pese a la corriente del agua. Nado hacia la dirección a la que se dirigen esos recuerdos ordenados y siento que mis pulmones empiezan a quejarse por el cansancio. Por más que nado, los recuerdos no se acaban nunca. Hasta que la sombra me cubre y alzo la vista para ver dónde estoy. El puente Evergreen Point se encuentra justo delante de mí, más imponente que nunca.

Hago un último esfuerzo de nadar con todas mis fuerzas para llegar a tierra firme de cualquier manera. Pero, entonces, hay algo que me hace parar de golpe.

Al final del rastro de recuerdos transparentes hay un cuerpo que yace hacia arriba. Nado hacia él con la breve pero útil adrenalina de la desesperación animándome a perseguir un destino desconocido. Cuando lo hago, se me cae el alma a los pies.

El brazo blanco y flácido de Mayda es lo primero que alcanzo a tocar de ella. Su pelo castaño flota desordenado del mismo modo que el vestido rojo que lleva puesto. Mis manos se desplazan hasta su rostro pálido y empiezo a sacudirlo y a gritar su nombre con el objetivo de que sus ojos se abran y me reconozca. Pero por más que grito no obtengo respuesta y mis pulmones parecen desgarrados por el esfuerzo de chillar y mantenerme a flote al mismo tiempo.

Finalmente, abatido, soy consciente de que no volveré a ver sus ojos marrones y acuno su rostro entre mis brazos mientras me lamento.

—No pasa nada, Mayda —repito una y otra vez con un hilo de voz que no reconozco—. Vamos a estar bien, estaremos bien, ¿vale? Saldremos de esta juntos.

Creo que lo digo para convencerme a mí mismo, sin éxito.

Su cuerpo se va hundiendo poco a poco y el mío asciende. Hago todo lo posible para no abandonarla, aunque ella no lo sepa, y me aferro a su cuello, pero no puedo contra esa extraña fuerza que me levanta y eso hace que acabe arrancándole un collar de su cuello. No me fijo en él, solo en el rostro de Mayda, que se hunde en el agua sin ninguna explicación.

Entonces lo entiendo todo.

Yo ya no estoy en el agua, sino que esta se ha convertido en una gran capa de cristal, como si se hubiera congelado, pero es más reluciente bajo la luz solar. Mayda está justo debajo de mis pies, enterrada bajo el cristal transparente, por lo que puedo verla: yace con los brazos colocados sobre su torso, su rostro está perfecto y su cuerpo inmóvil, ya que no está sometido al movimiento de las olas. Yo hago todo lo posible por romper el cristal que nos separa dando golpes a diestro y siniestro como si hubiera perdido el juicio. Si es que no lo he hecho aún.

El cristal no cede.

Me temo que este vidrio indestructible es el resultado de la solidificación del agua del lago Washington convertida en millones de recuerdos puros.

Maldigo gritando y camino sobre el cristal intentando encontrar algún sitio al que ir. De repente, me fijo en el collar de Mayda que había estado aferrando.

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