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La entrada a la sede es la misma por la que salimos hace un par de días. Entonces la adrenalina nos invadía por completo y teníamos el propósito de comernos el mundo. Ahora todo es simplemente deprimente.

Tenemos una ligera idea de qué nos vamos a encontrar cuando lleguemos, pero, aun así, no sabemos a qué o a quién nos enfrentaremos exactamente.

—De momento, a los controles de seguridad —indica Sophia sosteniendo la acreditación que nos permitió el paso a la superficie en la mano.

Pero incluso eso, incluso los controles de seguridad, son más inesperados de lo que creíamos. Resulta que acceder a la sede es más difícil que salir, dado a que el guardia que nos atiende en el primer control mira la acreditación que le entrega Sophia con desaprobación. Posteriormente, marca un número en el teléfono que está encima de su mesa, pero parece que nadie le responde.

—Qué extraño... —dice para sí mismo.

—¿Qué ocurre? —pregunta Sophia.

—No tengo ni idea —responde el guardia—, pero no hay línea. O al menos esta no funciona.

Sophia suspira profundamente.

—¿Y si te subes con nosotros para averiguar qué pasa en el siguiente control?

—¿Y dejar esto sin vigilancia? —replica el guardia enarcando una ceja.

Se queda mirando fijamente a Sophia como si jamás hubiera oído a alguien decir semejante estupidez como la que acababa de plantear ella. Sophia, en cambio, le está dirigiendo una mirada de «¿Y qué otra idea mejor tienes?».

Ese contacto visual se ve interrumpido porque repentinamente las luces de los fluorescentes empiezan a parpadear e instantes después se apagan por completo. Todo queda a oscuras excepto alguna que otra luz de emergencia y los faros de nuestro coche.

—De acuerdo —concede el guardia a regañadientes, aunque realmente lo único que percibimos de él es su voz—, esto es muy raro. Supongo que no me queda otra alternativa que dejar que me llevéis. Pero tened muy claro que vais a tener que pasar el control de todas maneras en cuanto todo esto se solucione —nos advierte mientras sale de su pequeña cabina y se instala en uno de los asientos traseros del coche.

Sophia conduce bajando por rampas y descendiendo por tramos con pendiente. Como ya pensé cuando ascendimos, esta parte de la sede me recuerda a un aparcamiento gigante de algún centro comercial. La única diferencia ahora es que todo está a oscuras.

El guardia de control le da indicaciones para que se dirija al control más cercano. Cuando llegamos, encontramos otro guardia metido en una cabina idéntica a la de su compañero.

El guardia del coche se baja y dice dirigiéndose al que está dentro de la cabina:

—John, ¿tienes idea de qué está pasando?

El otro, John, que parece un hombre de unos treinta años gracias a la escasa luz que lo enfoca, le contesta:

—Eso mismo me estaba preguntando yo. —Nos mira—. ¿De dónde has sacado este coche? ¿Quiénes son estos?

—Volvían de la superficie y me han dado una acreditación especial —explica el primero—. Justo iba a llamar a la administración central para asegurarme de que estaba registrada cuando la línea telefónica ha fallado y se han apagado todas las luces. No me ha quedado otra opción que venir aquí con ellos —se justifica.

—Pues me temo que eso no ayuda —dice John—. Y como no nos ha llegado ningún tipo de información de cómo actuar en estos casos (básicamente porque nunca antes había pasado algo semejante), tendremos que abandonar las cabinas de control y dirigirnos al interior para ver qué pasa, ¿no crees?

—Yo opino que lo mejor que podéis hacer es que uno de vosotros vaya —sugiere Sophia—. Así no dejaréis la sede desprotegida.

Los dos guardias se miran mutuamente y asienten ante esa idea.

Finalmente, es John el que se sube con nosotros al coche, pero antes de irnos, el otro guardia nos dice por la ventanilla bajada de Sophia:

—Aún estáis pendientes de pasar el control, recordadlo.

—Sí, hablaremos con Spencer con tal de que dé validez a la acreditación —comenta Sophia con una sonrisa carismática.

Sinceramente, después de abandonar Seattle y encontrarnos en la situación de que no hay luz en la sede, no entiendo cómo puede estar con un ligero buen humor.

El guardia se la queda mirando sorprendido mientras ella baja la ventanilla. Parece que lo ha pillado desprevenido diciéndole que Spencer está al corriente de todo.

Ahora el otro guardia, el más joven, John, nos da indicaciones hasta que llegamos al sitio donde hay un gran aparcamiento con coches de muchos tipos. Es de donde cogimos el Audi que hemos usado para acceder a la superficie.

Una vez allí, también nos encontramos todo a oscuras, pero lo peor es que tenemos que aparcar el coche (dejando las llaves de contacto en la puerta del vehículo). Por suerte, John nos conduce hasta la puerta que da paso a la entrada de provisiones, ese lugar enorme en el que hay máquinas muy raras y medios de transporte muy avanzados. En esa puerta no encontramos a nadie, al contrario que la otra vez, donde había un guardia de seguridad sumido en un profundo sueño.

John hace un gesto de desaprobación al mismo tiempo que abre la puerta.

Cuando entramos nos encontramos con el mismo panorama: fluorescentes apagados y ni un alma.

Recorremos toda esa enorme pista guiados por John hasta que llegamos a territorio más o menos conocido: los pasillos interiores de la sede.

Tardamos unos quince minutos en encontrar la primera señal de vida en uno de los corredores laberínticos, oscuros (literalmente) y largos. Resulta ser una mujer desconocida sujetando una linterna en la mano.

Da un respingo cuando se percata de nuestra presencia.

—Uh, me habéis asustado —profiere.

—Lo siento —se excusa John—. Pero, ¿tienes idea de qué está pasando y de dónde está todo el mundo? Se supone que la entrada de provisiones siempre tiene actividad, pero acabamos de ver que todos han desaparecido.

—Todos nos hacemos la misma pregunta —responde la mujer—. Por eso todos han subido a ver qué pasa.

—Entonces, ¿qué haces tú aquí? —pregunta John.

—¿Y tú que crees? —La voz de la mujer se vuelve salvaje y profunda.

—Pues...

Sophia me coge del brazo y hace que retroceda lentamente, alejándonos de la cercanía de John y la mujer. La miro y ella me lanza una mirada de advertencia y preocupación.

—Mira que sois idiotas, los Guardianes —dice burlonamente la señora.

De repente, la mujer se lanza sobre John y lo estampa fuertemente contra la pared. El joven guardia no puede reaccionar porque no se espera el golpe. El sonido de su cabeza hace resonar un eco en todo el pasillo, pero gracias a la débil luz de la linterna de la mujer puedo ver cómo brota de ella un rastro de sangre. Los ojos de John están cerrados.

La mujer nos mira apuntándonos con la linterna. Se forma un silencio muy tenso, como si todos estuviéramos esperando a que alguien empiece a decir o a hacer algo.

Tras unos segundos de expectación, Sophia es la primera en reaccionar. 

FlashbacksDonde viven las historias. Descúbrelo ahora