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Rodeo el coche y me acomodo en el asiento de cuero del copiloto. Sophia enciende el motor tras dejar su mochila en los asientos traseros y saca el coche del aparcamiento. Después, conduce siguiendo un espacio abierto entre los demás coches que hace la función de carril principal y salimos de allí subiendo varios tramos de pendientes y rampas que me recuerdan a los estacionamientos de los grandes centros comerciales.

Nos detenemos cuando hay una barrera que nos impide el paso junto a una casilla, en este caso con una guardia de seguridad que nos observa desde una ventanilla. Sophia se limita a entregarle la acreditación y la mujer dice:

—Adelante.

Nos abre la barrera y accedemos a un largo túnel.

—Pensaba que era para viajar al extranjero, no para ir a la superficie —le digo a Sophia, sorprendido.

—Yo también, pero por probar no perdíamos nada —se encoge de hombros y no parece nada extrañada por lo que acaba de pasar— y encima nos ha salido bien, así que...

No le da tiempo a terminar la frase porque salimos al exterior. ¡Estamos en la superficie! Realmente, ahora mismo no importa cómo hemos llegado. El caso es que hemos llegado.

Empiezan a aparecer farolas y a mí se me ocurre la brillante idea de bajar la ventanilla para sentir el viento en mi rostro de nuevo. Está helado, pero no me importa. Sophia me sonríe.

No reconozco dónde nos encontramos porque jamás he estado en esta zona, pero creo que se trata de las afueras de Seattle. He de admitir que los Guardianes tienen las entradas muy camufladas y ocultas y que a los humanos nunca se les ocurriría que hubiera alguien viviendo bajo ellos. O a lo mejor es que los Guardianes modifican los recuerdos de todos para que no se acerquen a ese lugar.

—El depósito está lleno —comenta Sophia. Parece contenta.

Nos miramos fijamente y le digo:

—Gracias por traerme —le agradezco de corazón—. No puede haber mejor regalo de cumpleaños para los dieciocho que este.

Vuelve a poner su atención en la carretera, aunque esta está desierta.

—Gracias a ti por ayudarme. —Suelta una carcajada—. No es por restarte importancia, pero recuerda que lo estamos haciendo por mí. —Hace un gesto de superioridad fingida y exagerada.

—Oh, sí, perdón por ser tan egocéntrico —exclamo sarcásticamente.

Después de un rato, Sophia sintoniza una emisora de radio musical veinticuatro horas y yo cierro la ventanilla porque me estoy helando.

—¿Cómo es que sabes conducir si nunca (o casi nunca) vas a usar un coche? —pregunto tras escuchar un nuevo tema de Taylor Swift.

—Nos enseñan a conducir por si alguna vez tenemos que venir a la superficie —responde Sophia—. Forma parte del sistema educativo obligatorio; todos los Guardianes mayores de dieciséis saben conducir.

De repente, la carretera se bifurca en una autopista y, desde allí, miramos asombrados las luces de la ciudad de Seattle, con sus rascacielos y su emblemática torre Aguja Espacial. Sophia se incorpora en la autopista y avanzamos acercándonos a la ciudad donde crecí.

No sé por qué, pero no soy capaz de hablar. He enmudecido repentinamente. El último momento que pasé en Seattle casi llegué a suicidarme y supongo que ese es el factor que hace que la ciudad sea más imponente de lo que ya es en sí.

Al cabo de poco rato, reconozco dónde estamos. Circulamos por la I-5.

—¿Hay alguna salida cerca de aquí? —pregunta Sophia.

—Diría que en unos kilómetros encontrarás la que entra en la Séptima Avenida. —Asiente al escuchar mis indicaciones—. Por cierto, ¿dónde vamos?

Lo digo porque quiero evitar a toda costa el lago Washington en la medida de lo posible.

—Dispongo de suficiente dinero como para alojarnos en un hotel —comenta concentrada en leer los carteles informativos—, y hay uno en la Cuarta Avenida que está bien.

La miro sorprendido. Ella nota que se siente observada, me mira brevemente y dice:

—¿Qué? Una se tiene que informar de ciertas cosas antes de cometer una locura como esta, ¿sabes?

—¿Cómo es que tienes dinero? —Exijo saber—. Por lo que tengo entendido, los Guardianes no lo necesitáis para nada. Es un conjunto de papeles con sellos y números.

—También tenemos un fondo de ahorros de seguridad. Cada Guardián tiene el suyo por si acaso —contesta. De repente, veo que ya hemos llegado a la salida de la Séptima Avenida—. ¿Tu hermano, Kyle, no te explica nada o qué?

—Depende del día, Kyle está más explicativo, más callado, más divertido o más gruñón. De lo primero he tenido las primeras semanas desde mi llegada a la sede y en otros momentos puntuales; de lo demás, he podido «disfrutar» un poco más.

Tras mi última intervención, Sophia me pide que la vaya guiando para llegar a la Cuarta Avenida. Le doy indicaciones y llegamos al destino que Sophia tenía planeado: el Hotel Mónaco. Por fuera, es un edificio un poco alto –no tan alto como algunos rascacielos cercanos- y poco llamativo. En cambio, por dentro, es acogedor, moderno e innovador.

Aparcamos el coche, cogemos nuestras mochilas y nos acercamos a la recepción.

Los recepcionistas, en concreto la mujer que nos atiende, nos miran asombrados, como si no tuviéramos la pinta de poder pagar ni una botella de agua de su cafetería lujosa. Es un hotel de cuatro estrellas, pero su buena ubicación en el centro de Seattle hace que sus precios sean elevados.

Sophia solicita un catálogo y pide una de las habitaciones aparentemente más caras que hay: una suite doble deluxe con buenas vistas. La recepcionista sonríe falsamente después de decir el precio, como si esperara que nos sorprendiéramos. Sophia saca su cartera y le entrega un fajo de billetes. Ahora es la mujer la que se sorprende. Cuenta el dinero, nos devuelve el cambio y le entrega la llave a Sophia después de desearnos buenas noches.

Cuando entramos en la suite, esta tiene dos partes: una sala de estar y una habitación. La última contiene una cama de matrimonio. Sophia y yo intercambiamos una mirada incómoda y la desviamos rápidamente. Todo es tan surrealista que parece otra típica escena de película.

—Técnicamente ya hemos dormido juntos en una ocasión —señala aparentemente despreocupada—, así que supongo que no hay problema, ¿no?

Asiento lentamente y, tras un momento de aturdimiento, me levanto para dejar mi mochila dentro de un armario. No me doy cuenta de lo cansado que estoy hasta que me siento en un rincón de la cómoda cama.

Sophia está sacando algunas cosas de su mochila y me dice:

—Voy al baño, ahora vuelvo.

Aprovecho para levantarme y mirar por la ventana. Nos alojamos en el piso más alto del hotel y desde aquí puedo observar millones de puntos de luz que iluminan la ciudad y la Aguja Espacial, que sobresale notablemente a lo lejos.

Me rindo y, finalmente, me tumbo en la cama y noto cómo se me cierran los ojos. Lo último que recuerdo es el tacto de una mano acariciándome el pelo y el rostro, y una voz familiar que me gusta murmurándome «buenas noches». 

FlashbacksDonde viven las historias. Descúbrelo ahora