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—Doña Blanca, ¿dónde va tan rápido?

—Perdona, Clara. No te había visto. ¿Puedes decirle a Macarena que he salido un momento? Estaré justo ahí enfrente, por si necesita algo.

—Claro, yo se lo digo. ¿Va todo bien, Blanca?

—Sí, muy bien—sonríe con cariño y asiente mientras mira su reloj de muñeca, ya llega tarde.

Dejando a Clara a su espalda, emprende de nuevo su camino por el pasillo a paso rápido, hasta alcanzar la calle. Cruza casi sin mirar, a toda prisa, a pesar de que el tráfico es bastante fluido en la que es una de las vías principales de Barcelona. Suspira antes de abrir la puerta de la cafetería, mentalizándose con lo que sea que pueda encontrar.

No hay mucha gente a esas horas. Es una cafetería tranquila pese al lugar que ocupa en la ciudad, por eso los empleados de las galerías acuden siempre allí. Blanca mira a su alrededor. Busca a alguien más o menos joven que vista con sotana pero no ve a nadie que cuadre con esa descripción. Seguro que ya se ha marchado. Se acerca a la barra. El camarero, un joven de ojos oscuros y aire infantil, que ya la conoce, sonríe al verla.

—Buenos días, doña Blanca, ¿qué le pongo?

—Buenos días, Daniel. Estoy buscando a alguien. Un cura.

—¿Un cura? Aquí no ha entrado ningún cura—declara el joven mientras observa a la gente del bar desde la barra, haciendo puntillas ligeramente para tener mejor visión.

—Creo que me busca a mí.

Blanca se gira hacia dónde procede la voz. A su espalda, un joven alto, de pelo castaño, facciones fuertes y aspecto rudo, sonríe mientras esconde sus manos en los bolsillos del pantalón.

—¿Miguel?

—Así es. Pensaba que no acudiría.

—Lo siento de veras, estaba en el trabajo y se me ha ido el santo al cielo. Bueno, quiero decir que...

—Sé lo que quiere decir, y ya no soy cura, así que puede hacer todas las alusiones que quiera al santoral y a toda la corte celestial completa.

Blanca sonríe, tímida. Divisa una mesa vacía al fondo, la zona más tranquila de la cafetería. Será lo mejor para poder hablar. Él le abre el paso hacia la mesa. El camarero prepara dos cafés para llevárselos. No sabe por qué pero intuye que será una de esas conversaciones profundas que ya está cansado de ver sobre esas mesas.

—Miguel, como te comenté por teléfono, el Padre Ángel me dijo que...

—Que había estado en San Juan—la corta en seco—Sí. En el año 41 el orfanato quedó destrozado pero construyeron uno más grande, unas calles más abajo. Creo que no hacía mucho tiempo que Eduardo y Max estaban allí cuando ocurrió.

—¿Puedes decirme algo de mi hijo? ¿Sabes qué fue de él?

—Eduardo era un buen chico, de eso puede estar tranquila. El mejor de todos, creo yo. Allí todos íbamos con más o menos pillería, las circunstancias te llevan a ello, pero él siempre iba de frente. Era inteligente, yo le tenía algo de envidia, ¿sabe?—ríe con melancolía al recordar esos pasajes de su infancia y toma un sorbo de café, haciendo una pequeña pausa—Además era un chico muy simpático, aunque también muy tímido al principio. Recuerdo que siempre presumía ante los demás de que sabía quien era su madre, porque le había dejado una medalla, que lucía a todas horas colgada al cuello, y que iba a buscarla en cuanto saliera de allí. Mientras todos vivíamos en la más pura fantasía sobre quienes serían nuestros padres, él vivía en la completa y absoluta realidad. Muchas veces los niños se metían con él y le insinuaban que si sabía quién era su madre que por qué no había ido a buscarle. Cosas de niños...

Barcelona, 1968.Where stories live. Discover now