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Eduardo se vuelve hacia su derecha y en cuestión de segundos vuelve hacia su izquierda. No puede dormir. Es ya noche cerrada y sigue sin poder cerrar los ojos, lo que le pone de los nervios. Crea un bucle vicioso del que no puede salir entre el sueño, los nervios y el insomnio. Mira al techo. Suspira profundo y con pesadez. Pasa sus manos por su rostro, frotándolo veloz, y llega a su pelo. Vuelve a suspirar. Dirige su vista a la ventana. No sabe si está abierta o cerrada pero tiene calor, a pesar de que se cuela una leve brisa de la calle. Arremolina las sábanas a los pies de la cama, empujándolas con las piernas. Ya no sabe que más hacer. Algo le dice que si cierra los ojos volverá a él la imagen de Blanca besando a Max y la de él cogiéndola de la cintura. No sabe que siente al respecto. No sabe cómo debe sentirse. Se incorpora. Apoya sus manos sobre el colchón y saca sus piernas de la cama, dejándolas en el aire, sin tocar el suelo, como levitando de un modo extraño. «Esto es de locos. De locos. Con lo bien que estaba yo aquí en París. Mi trabajo, mi casa, las fiestas, mi rutina. Y ahora nada, que si cambio de identidad, que si asesinatos, que si líos, que si mi madre con mi amigo. De locos.» se dice a sí mismo mientras se pone en pie y llega hasta la mesa de escritorio. Ha dejado todos los papeles ahí, de la forma más ordenada posible, junto a la llave de la habitación de Esteban. «No sé si debería hacerlo, no sin ellos, pero por otro lado...¡qué les den! No han sido capaces de contarme que se acuestan, voy a confiar en ellos» refunfuña mientras intenta acertar su pie en una de las perneras del pantalón. Da dos breves saltos antes de conseguirlo. Debería haberse sentado, pero no lo ha hecho. Se coloca de un modo rápido la primera camisa que ve y coge la llave. Sale al pasillo despacio, reina el máximo silencio nocturno y él no es quién para romperlo. Pasa por delante de la habitación de Blanca, no se escucha nada. «Seguro que están los dos durmiendo abrazados ahí y luego mañana como si no pasara nada. Hay que joderse.» Llega hasta la puerta de la habitación de Esteban y abre con suavidad. No enciende la luz hasta que no entra del todo y cierra la puerta. Todo sigue como lo habían dejado, papeles desperdigados por doquier, los muebles fuera de su sitio y los dos cajones hechos pedazos gracias al acto casi vandálico de Max. Lo observa todo con atención. No parece que quede nada relevante ahí pero algo le lleva a estar ahí. Se acerca al escritorio, lo devuelve a su sitio y lo recorre con la yema de los dedos. Solo es un tablero de madera colocado sobre cuatro patas. Nada más. Alcanza la cama y un montón de papeles. Intenta ordenarlos. Lee alguno de ellos por encima, hablan de temas legales, adopciones, orfanatos, cárceles, condenas...«Parece que alguien se estuvo informando...» Hay una carpeta marrón entre los papeles, parece estar vacía. La abre, un clip de metal sostiene una fotografía vieja y raída pero en la que no tarda en reconocer a su madre. Es Blanca, de eso no hay duda. Pero más joven, mucho más niña, con la cara algo más redonda aunque dejando ver ya sus pómulos marcados. Lleva un pequeño sombrero y algo con flores en el pecho, Eduardo presupone que será un vestido. ¿De cuándo será esa foto? ¿Sabrá Blanca de su existencia? ¿Cuántos años tendría? La observa y pasa sus dedos sobre ella, se ve a sí mismo en esa mirada tierna. Está claro que Esteban la ha guardado durante años, que es algo a lo que sigue apegado, a lo que no quiere ni puede dejar escapar, a los recuerdos que acudirán a su mente cuando mire esa fotografía. La mira una vez más antes de guardarla en el bolsillo derecho de su pantalón. 

Sigue rebuscando entre los papeles

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Sigue rebuscando entre los papeles. Parece haber dado con todo un montón de facturas. Nada importante a priori. Las revisa con velocidad hasta que algo llama su atención. Una de las facturas, no es una factura. Está en francés. La lee. Es un contrato de compra-venta del año anterior. Rue de Rivoli-Temple. Ahí estaba su apartamento, ese que tuvo que dejar para que no le siguieran. «Mierda, mierda...Esteban, ¿qué es todo esto? ¡Joder!» Coge los papeles a una velocidad vertiginosa y sale de la habitación. Ya no le importa el silencio, ya no le importa nada. Llega hasta la puerta de la habitación de Blanca y deja dos golpes rápidos e insistentes sobre ella. No parece que nadie vaya a abrirle así que lo vuelve a intentar. Unos pasos lentos se acercan hasta la puerta. Blanca aparece al otro lado, somnolienta, con los ojos entreabiertos y en camisón.

—¿Qué pasa, Eduardo? ¿Qué formas...y qué horas son estas de llamar?

Eduardo no responde y empuja la puerta, entrando en la habitación. No hay nadie, no hay ni rastro de Max. Pero él sabe que está ahí y ahora poco le importa que se acueste con su madre.

—¿Dónde está Max? ¡Sal! Es importante. Necesito hablar con vosotros ya.

—¿Pero qué dices, Eduardo? Max estará en su habitación, durmiendo, como deberías estar tú.

—Que sé que está aquí. ¡Vamos sal! Que os he visto. Me importa un comino lo que hagáis, necesito que salgas.

Se impacienta. Blanca dibuja en su rostro el gesto de la incertidumbre misma. No entiende nada, no entiende qué es lo que le está pasando a su hijo. Ni siquiera reacciona a sus palabras. Se cruza de brazos frente a él y espera a que haga algo.

—¡Coño Max, no me hagas gritar!—eleva la voz mientras recorre la habitación y el baño en su busca.

Max aparta la cortina de la bañera y aparece al otro lado, en ropa interior y el pelo deshecho. Sale hasta la habitación.

—¿Qué quieres?

—Escuchad. Es muy importante. Es sobre Esteban.

—Ya estamos...—suspira Max mientras se deja caer en la cama.

—No podía dormir así que me he levantado y he ido a la habitación de Esteban. He revisado algunos papeles, nada importante, información legal y una fotografía.

—¿Una fotografía? ¿De quién?—interrumpe Blanca sentándose en la cama, al lado de Max.

—Tuya. Toma, mírala. No sé de cuando es, no pone nada.

Eduardo le tiende la fotografía y Blanca la sostiene con la yema de sus dedos. Es ella. Recuerda ese momento. Tenía unos 25 años, era tan joven. Hacía un tiempo ya que trabajaba en las Galerías Velvet y llevaba casi el mismo viéndose a escondidas con Esteban. Aquel día él le regaló un vestido, le dijo que estaba preciosa, la más guapa de todas las que pisan las galerías. Ella le creyó, ¿cómo no iba a hacerlo? Le sacó esa fotografía cuando no miraba. Ni siquiera sabía cómo había quedado, ni sabía que seguía existiendo. Ahí ya sabía que estaba embarazada. No lo había dicho a nadie. Después de ese momento, todo iba a irse al garete.

—Oye, qué guapa, ¿no?—deja caer Max que la observa de reojo.

—¿Por esto has venido tan alterado?

—No, no. Hay más.

Barcelona, 1968.Where stories live. Discover now