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La luz potente y anaranjada del sol de atardecer se cuela con fuerza por las ventanas que dan al taller, irrumpiendo con formas diversas sobre la mesa donde Blanca trabaja. Se le amontonan los papeles, algunos de ellos han terminado en el suelo, acompañados de algunos lápices de colores. Se da cuenta de que ya es tarde y de que prácticamente en todo el día no ha dejado esa mesa. Recoge todos los papeles, los ordena y los guarda en su carpeta verde, que cierra con un par de gomas elásticas. Se pone en pie, le duelen algo las piernas tras tantas horas sentada, apaga la luz del taller y sale, cerrando la puerta con delicadeza. Sube hasta el vestíbulo. Macarena sigue ahí, solucionando papeleo legal de todo tipo.

—Macarena, he terminado por hoy. Estoy agotada.

—Vale, yo quiero terminar esto. Nos vemos luego en el hotel.

—Claro. Por cierto, ¿has visto a Max? ¿Se ha pasado por aquí o algo?

—No, por aquí no. De pasarse digo yo que sería por el taller.

—Pues no se ha pasado en todo el día...

—Tendría trabajo, mujer. No te preocupes, seguro que está en el hotel cuando llegues.

Blanca asiente aunque no muy convencida. Aunque esté enfadado con ella debería haberse pasado al menos un momento. Sale hasta la calle, está anocheciendo ya y las nubes espesas terminan de oscurecer el cielo casi por completo. Intenta divisar algún taxi libre entre el intenso tráfico pero no ve ninguno. Tuerce los labios y aprieta el asa de cuero de su bolso. Emprende el camino a pie, el hotel está relativamente cerca. Recorre las tres o cuatro largas calles que la separan de la del hotel. No piensa en nada, ella solo avanza mientras se fija en las calles que recorre para no perderse. Se cruza con la gente que pasea o va con prisas, se tropieza con los niños que corren y les sonríe. Las casas y edificios empiezan a encender las luces. La oscuridad de la calle se rompe con la luz amarillenta de las farolas y de los bares, que empiezan a llenarse de gente, humo y barullo. Cruza la acera en la calle perpendicular al hotel, y al hacerlo, lanza una mirada rápida a uno de los bares. Toda la fachada tiene grandes cristales y se puede ver el interior. Sus ojos se encuentran durante un solo segundo con alguien que conoce, está sentado en la barra, con la cabeza baja y un vaso vacío en la mano. Entra sin pensarlo dos veces. Avanza entre la gente, apartándoles para poder pasar. Llega hasta él, que ni siquiera se percata de su presencia.

—Max. ¿Se puede saber que haces aquí?

Max levanta su vista de un modo pesado, con los ojos medio cerrados. Blanca no puede distinguir ninguna expresión en su rostro. Él vuelve a bajar la mirada a la barra y alarga el brazo, cediéndole el vaso al camarero.

—Ponme otro.

—No—interviene Blanca, enfadada—No hay otro. Nos vamos.

Le quita el vaso de un tirón y lo deja sobre la barra con fuerza. Le fuerza para que se levante, cogiéndole del brazo. Max la mira y se aparta de ella.

—¡Déjame!

—Te he dicho que nos vamos.

—Señora...¿necesita que la ayude?

Blanca mira fijamente al camarero, que la observa expectante, esperando su respuesta.

—El muchacho vino ya con un estado...

—Y usted ha seguido dándole copas, ¿verdad?

—No, señora. Solo un par, luego le he estado dando agua.

Sin decir nada más, el camarero, un hombre de mediana edad, pero con bigote y pelo cano, cruza la barra y llega hasta ellos. Coge a Max del brazo para ayudarle a bajar del taburete. Max se suelta de ambos y baja por su propio pie.

Barcelona, 1968.Where stories live. Discover now