PRÓLOGO

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Aún recuerdo el día que la conocí, caían varias hojas amarillas de los árboles de toda la ciudad, y los dos nos encontrábamos en la misma habitación de cuidados intensivos en un centro hospitalario. Ella llevaba días (semanas) sin despertar de un coma. Yo siempre la veía allí, sin abrir los ojos, con sus familiares a su alrededor derramando lágrimas que caían como grandes fuentes de agua de sus ojos hasta el suelo. Sollozos, oraciones y plegarias salía de sus bocas. Y yo, en mi interior, deseaba que algún día se despertara. Es tan horrible vivir en esa situación... Y lo sé, porque me pasa. Cables caen de cada lado de su cuerpo, y un tubo en su garganta le ayuda a alimentarse. No quiero imaginarme cómo fueron los minutos anteriores a su recaída.
    —Pobre chica... —Dijo mi madre. Ella tiene una estatura baja, un pelo negro y tez trigueña. Sus ojos son color café claro, y su sonrisa más blanca que la nieve misma.
    —Sí... Pero personas como ella y yo estamos destinados a dejar este mundo de la manera más cruel posible... —Le respondí.
    Mi madre sabe que siempre he sido negativo, pero desde el día en que todo se descubrió mi negativismo había aumentado de maneras que jamás creí creer. Pero... ¿Qué podría hacer? Estaba destinado a morir como los hombres están destinados a hacer lo cotidiano. Para ellos trabajar es su vida, para mí la vida es un trabajo. Un trabajo del que había querido zafarme y renunciar. Pero, claro, al menos no estaba como esa chica... Gracias a quién sea que gobierne los cielos, no había llegado a tal punto de estar en un coma.
    —Sé que tu negativismo es grande, hijo —empezó a decir mi madre—, pero me siento orgullosa de que sigas luchando.
    —De nada sirve luchar cuando el fin es el mismo, madre. Las batallas hacen que perdamos fuerzas y moral, y casi siempre se pierde hasta la vida misma. Así que es inútil.
    —Pero estás luchando, y vas a salir de ésta.
    No respondí. No quería hacer sentir peor a mi madre. Normalmente estos momentos son demasiado duros para la familia, y más cuando en mi hogar soy el único hijo. Mis padres decidieron no tener más hijos (alabado sea el que gobierna los cielos), y yo soy el que más los agobia. Siento que los ahogo de una manera que jamás creí hacerlo. Mi niñez era feliz y entretenida...
    Mi madre se levanta de mi lado y dice que va a comer algo. Yo, amante a la lectura (y con el tiempo libre que da un hospital) me he traído nueve libros. Sabía que me quedaría acá, mínimo, unos dos meses. Y apenas han pasado semana y media. Qué asco. La verdad es que es una mierda vivir así. La vida se nos va de las manos cuando menos lo esperamos, pero cuando queremos es cuando más se rehúsa a irse.
Una enfermera entra y me dice que es hora de mi tratamiento.

El tratamiento se acabó a las varias horas de haber entrado la enfermera. En mi silla de ruedas, empujada por mi madre, pensaba tantas cosas que hasta Pitágoras se sentiría humillado. Mi cabeza era un torbellino de pensamientos (la mayor parte negativos), pero que iban a la velocidad de un jet privado. Al llegar a la habitación se me iluminó el rostro como no se me había iluminado en semanas, incluso meses. Mi madre lo notó y también sonrío un poco. Sé que es inútil, pero me sentía feliz por ello.
    —Se ha despertado —dijo mi madre.
Yo no dije nada, solo le pedí que me acercara a ella para saludarla. Así lo hizo.
    —Hola —había empezado a decir—. Me alegro demasiado que hayas despertado. Bienvenida de nuevo. Mi nombre es José, y he estado acá un poco después que tú.
    —Hola, José. Muchas gracias. Me llamo Sofía. Y bueno, me siento feliz de haber despertado.
    No lo sabía en ese momento, pero esa chica sería mi motor para hacer muchas cosas.

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now