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Al final del día salí a caminar un poco al parque (que queda a pocas manzanas de mi casa) y me senté en una butaca bajo un árbol. La noche acaricia la ciudad mientras un manto de frío invisible hace que muchos usen abrigos. Las estrellas en el cielo titilan cuan juegos pirotécnicos al explotar.
    La luna, grande en todo su esplendor, alumbra de una manera magnifica, lo cual me hace deducir que es luna nueva. Al lado mío hay una anciana con un perro pequeño que ladra y mueve la cola de felicidad.
    —Los animales son lindos. ¿No lo crees, hijo?
    Yo no sabía que decir. La anciana me mira y muestra sus dientes, que no son ajenos al paso del tiempo. Al final, respondo:
    —Eso depende de cómo se eduquen. Por lo que veo, el suyo es muy juguetón, y lindo.
    —Sí —responde ella—. Doky es lo único que me queda. Mis hijos me dejaron y vivo del subsidio que me da el gobierno...
    Por un momento creí que rompería a llorar. Odio cuando este tipo de cosas pasan. ¿Qué mierdas pensaron cuando la dejaron? ¿Acaso no les dio lástima de dejar a su propia madre abandonada, solo con su perro? A veces me pregunto por qué hay personas así en este mundo. Al final, la anciana se levanta de mi lado, toma su bastón y se despide de mí deseándome las buenas noches. Su perro me mira y ladea la cabeza, mientras ladra y mueve su cola.
    —Creo que le has caído muy bien a mi hijo.
    Me acerqué y le acaricié la cabeza. Después la abuelita y el animal, ajeno a los dolores sentimentales de su madre, sigue ladrando.
    No sé por qué, pero me entraron unas ganas irrefrenables de llorar. Cuando me senté de nuevo, puse mis manos en la cara. Todo es una mierda. Y, sin poder más, lloré y pedí a quien gobierna los cielos que tenga a esa joven alma maltratada en su lista de salvados.

Cuando llegué a casa mis padres estaban sentados en el mueble, viendo El desafío, transmitido por el canal Caracol. Me saludaron y me pidieron que me sentara con ellos.
    Después de tratar de hacerles entender que estaba cansado por caminar, ellos me dijeron que descansaría allí sentado, con ellos. Me dirigí allí y me senté, mi madre me acariciaba la cabeza y mi padre el hombro derecho. Aquí, sentado en medio de los dos, sentí algo de incomodidad. Casi nunca los tengo solos para yo hablar con ellos.
    Mi padre fue el que rompió el hielo.
    —Hijo, sabemos que es difícil vivir como tú, pero debes entendernos a nosotros. Somos tus padres, y también debemos sacar tiempo para ti. —Mi padre tiene cuarenta años recién cumplidos. Las arrugas ya se hacen ver por sus ojos y la comisura de sus labios. Su color de piel es trigueña como la mía, y sus ojos color café oscuro, igual a los míos. Su estatura está por debajo del metro setenta y cinco, y su pelo es oscuro; le llega justo a la nariz cuando se tira hacia delante.
    —Lo sé, padre —digo yo—. Pero también deben hacer sus vidas. Tú estás pendiente de las librerías, y mamá no hace nada. Solo se queda en casa. Deben hacer sus vidas como si yo no estuviera existiendo.
    —Pero existes, hijo —dice mi madre, tomándome la mano izquierda—. Y estoy al tanto de ti. Con tus medicinas, con todo.
    El resto de la noche transcurrió en total calma. Ellos seguían viendo la televisión, y yo no dejo de pensar en Sofía. ¿Cuándo volvería a verla? No lo sé, pero desearía que fuera lo más rápido posible. Solo que esta vez desearía que no fuera en la habitación de un hospital. Al llegar las once de la noche subí a mi habitación y me conecté a mi tanque de oxígeno. Enciendo de nuevo mi computadora y busco google, coloco Facebook y en la barra de búsqueda pongo el nombre de ella. Salen cientos. Suspiro de nuevo, lo apago y lo dejo a mi lado.
    En pocos minutos Morfeo me lleva en sus garras frías como el aire nocturno. 

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now