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MANUELA

Un mes y medio antes...

Seguíamos sentados donde nos había dejado la oficial de policía. Al rato llegó el peso pluma de la Fiscalía con 14 policías detrás. Antes de decir nada, la oficial, Verónica, que había salido hace un rato a recibir una llamada, vuelve corriendo de donde se encontraba con cara de alarma; nuestros sentidos se dispararon y creímos al unísono que habían encontrado el cuerpo de Ana sin vida. Al final, se dirigió al coronel, con voz quebrada, pero potente:
    —¡Coronel! Hemos recibido una llamada sobre su caso. Es necesario que la atienda. Y urgente. Al parecer tiene lo que busca.

Muy lejos de aquel lugar, en un bosque, una casa bañada en luz, 20.12 horas

Un hombre con voz de tener ya muchos años por encima respira al otro lado de la línea. Su voz, cansada y agitada, llegaba al teléfono de forma patente, fuerte, indiferente a todo; al silencio y la crueldad, dispuesto a hacer todo lo posible por salvar a alguien que cree en peligro. Con el teléfono en la mano, sigue esperando. Dos. Cinco minutos.
    —¡Vamos, maldita sea! —Y golpea el muro donde se recuesta. La casa es de madera, pero con la iluminación casi igual a la del sol mismo. No podía pensar nada más que en esa pelea que vio desde su ventana. Casi mata a esa pobre chica. Se frota su gran bigote veteado de gris, regalo de la vida que te dan los años, y pasa su mano por su cabeza: la corona completamente sin pelo, pero en sus alrededores con tanto o más pelo como quisiera. El sudor que le cae de la frente y le moja la corona de la cabeza es tan frío como una noche llena de lluvia, con granizo gratis cortesía de la casa de dios. Al fin escucha que alguien toma el auricular y habla con voz fuerte, llena de mando: parece un coronel.
    —Aquí Gustavo Sosa, ¿con quién hablo?
    —Eso es lo que menos le importa, señor. Déjeme decirle que hace poco hubo una pelea muy cerca de mi casa; una chica estaba en ella. Gritaba. Mucho. Me sentí alarmado y me pegué de la ventana para alcanzar a ver algo, y era un chico que la golpeaba y ella se intentaba defender.
    —Perfecto, señor. Ahora dígame, ¿vio algo más? ¿Algo que pueda pasar por alto?
    —Todo eran golpes y gritos. Fue más de cinco minutos los que estuvieron así. La chica, al parecer, se dirigía a mi casa.
    —¿Por qué dice eso? ¿Le conocía usted?
    —Para nada. Pero vivo en un bosque. Y, como sabrá, una luz en pleno bosque a las horas de la noche es un buen punto adonde dirigirse, sea para pedir algo, o salvarse.
    —Perfecto. ¿Puede decirme la ubicación de su casa? Nos sería de muchísima ayuda.
    —Cállese. No he terminado de hablar.
    —Como guste. Aquí manda usted...
    —Como decía, mi casa es la más iluminada. No, casa no: cabaña. He vivido aquí por años hasta la muerte de muchos de mis hijos por manos de las FARC, si, de aquellos a los que este miserable gobierno no destruye, ni mata ni encarcela: también acá he visto la muerte de mi mujer, violada y masacrada por ellos. Vivo lejos de ustedes, así que les recomiendo que salgan de inmediato.
    —De acuerdo. Su soliloquio fue conmovedor. Ahora dígame dónde vive.
    Él se lo dijo. Una maldición al otro lado de la línea. Un agradecimiento y una llamada cortada.

Después de liberarse interiormente de su miedo, pues todo aquello le recordó mucho a su pasado, y creyó que aquello solo podría ser obra de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, grupo guerrillero creado en 1964 y dueños de millones de muertes en el país y del narcotráfico, se sentó en su taburete y se tomó una cerveza, a la que siguió unas dos más. De repente, un sonido fuerte en la puerta lo alarma: golpes fuertes e intensos se ciernen sobre ella. Cuando se dirigía hasta allí la puerta voló en dos hasta aterrizar en su sala. El anciano sintió mucho más miedo, creyendo que sería la presa faltante de su familia que caería en manos de la guerrilla.
    Corrió hacia su cocina, hecha con los elementos más humildes del mundo: la barra de la cocina era de concreto, ya astillado por los años. Cocinaba en leña y el comedor era un pedazo de madero lleno de comején y con unas patas inexistentes, pues estas se sostenían por sendos bloques de concreto. Se ocultó en una cortina que dividía el baño de la cocina. Y se quedó allí por espacio de cinco minutos. En la sala, un joven con arma de fuego en mano sigue mirando a su alrededor. En la sala, un taburete descansaba al lado de tres botellas de cervezas, una de ellas aún a medias. La toma y se ingiere el líquido de un trago. Tiene que cerciorarse de que aquella persona que viviera allí no haya presenciado la pelea con Ana. Menos mal ya está en casa, y debe volver antes de que se desangre.
    —¿Hola? —Preguntó José—. ¿Hay alguien aquí? Es la policía nacional del estado civil. ¿Hola? —Y, como por arte de magia, pasó. Un señor salió a su encuentro bramando con una jauría por la terrible entrada de aquel oficial, destruyendo su puerta. Con voz en grito pidió que le pagaran el daño. Al final, cuando se calmó, dijo:
    —Menos mal eres de la policía. Creí que aquel maldito de la guerrilla que golpeaba la chica vendría a por mí, de seguro a matarme.
    La revelación a José le vino como caída del cielo. Todo salió a flote en menos de lo que canta un gallo. Para no asustarle, dijo:
    —Tranquilo, venimos a ayudarle. Y, claro, le pagaremos la puerta —aunque no la disfrute, pensó él—. Ahora, dígame bien. ¿Qué fue lo que vio? Todo con exactitud.
    Y el anciano relató todo. Al final, fue a tomar su cerveza y estaba vacía y, viendo al policía, se quedó callado. José eructa lo ingerido.
    —Estaba buena y muy fría. Gracias.
    —Siéntase como en su casa. —Fue lo primero que dijo, hasta que cayó en cuenta de algo—. Oiga, oficial. ¿Viene solo? ¿Y sus compañeros?
    José no dijo nada, solo sonrió y tomó su arma. El anciano en acto reflejo saltó hacia un lado cuando el primer disparo llegó y traspasó una pared. José maldice su suerte y se da la vuelta adonde creía que estaba el anciano, pero este ya se encaminaba a la salida. Con una rapidez sobrenatural, José le da alcance y lo tira hacia el piso. El anciano gritó una y otra vez, cada una más alta que la anterior pero no más débil que la siguiente, una palabra que hace reír a José:
    —¡Ayuda, ayuda! ¡Guerrillero! ¡Me va a matar!
José le mira tendido en el piso. Un alma noble que no puede dejar en juego. Puede ser un problema para el futuro. Y que llame a la policía sería lo último que necesitaba.
    Apunta a la cabeza de éste, los gritos aún más fuertes mientras se corre como puede hacia atrás, de espaldas, impulsado por la poca fuerza que tienen sus piernas. En un segundo se escucha un disparo. Una bala surca el aire con la palabra muerte grabada en ella. Fueron microsegundos. La bala impacto en la cabeza del anciano, rompiendo hueso como si fuera tela, y penetrando en el cerebro mientras la vida se le iba, así como la sangre que no hace mas que salir y salir desde su cabeza. 

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now