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ANA

Me fui despertando poco a poco. La chica se quedó mirando. No recuerdo su nombre. Ro... No...; Nica... Es borroso. El dolor que me da en la cabeza es horrible. Ni siquiera me deja pensar con claridad. Las últimas palabras que me dijo antes de quedarme dormida me hace pensar más de lo que quiero. Aunque lo escuché todo a medias, algunas palabras las logré completar.
    «—... listo para que te... aquí... ayuda... mino.» Esas fueron sus palabras. A lo que yo pienso que puede ser que me ayudará.
    «Todo listo para que te [saquen o saquemos] de aquí. La ayuda [está en] camino.»
Ayuda...
    —Ana —empieza a decir ella, yo solo escucho, mis ojos están cerrados aun—, escúchame bien: Falta poco para que te saquemos. Mi nombre es Verónica, y soy oficial de la policía. Solo falta poco para el operativo.
    Yo no dije nada. La puerta se abre de golpe y entra José jadeando, como si hubiera corrido dos maratones en una. En un impulso no sé si de rabia o frustración por algo, toma a Verónica por la espalda y le coloca un cuchillo en su cuello. Me siento en la camilla, bastante mareada por los medicamentos. Me quito el catéter y José me mira mientras grita una y otra vez:
    —¡No me van a llevar! ¡No te quites nada! ¡Te juro que la mato, Ana! ¡LA MATO!
    Yo seguí con mi procedimiento poco a poco. En dos minutos y medio ya estaba completamente desconectaba de todo. José me sigue mirando y aprieta más el cuchillo en su cuello. Sangre empieza a manar de su tez trigueña. Ella emite un grito de dolor. Una lágrima se abre paso entre sus mejillas hasta caer al suelo. Con movimientos metódicos, la oficial poco a poco se mete la mano derecha en un bolsillo de su pantalón. Saca una navaja muy pequeña, casi del tamaño del dedo meñique.
    La abre y con un movimiento rápido se da media vuelta y se suelta de sus garras, dándole una cortada en la pierna derecha, que hace que él se quede de rodillas. Me toma de un brazo y me lleva a la salida a rastras, pero al tocar tierra me caigo al piso. Mis piernas no responden y José ya está de pie. Ella me vuelve a levantar y salimos, ella se da media vuelta y cierra la puerta con seguro. Después oprime un botón de un panel que está al lado de la puerta. La habitación se llena de humo. José se coloca una máscara que saca de una de los bolsillos y se la pone, mientras grita:
    —Hijas de pu... —Pero el sonido se apaga y suena un cuerpo cayéndose.

    Salimos a la luz tenue que ilumina la luna. La noche es bastante linda: las estrellas se ven en todo su esplendor, no hay nubes, pero el bosque sigue a nuestro alrededor. Verónica se sienta en la salida de la cabaña donde estamos y se toca el cuello.
    —Oye, ¿estás bien? ¿No es profunda?
    Es lo único que consigo articular. Frío entra por mi vestimenta médica a todos los lados de mi cuerpo. Verónica responde:
    —No es nada a comparación de lo que has vivido. Ahora —dice, poniéndose en pie— vámonos de aquí. Que no sabemos lo que pueda pasar en plena noche. Hay un lugar cerca. Allí podemos quedarnos mientras llamo al coronel que sigue tu caso.
    Ella se puso en pie y nos perdimos en la negra y fría noche. Caminamos por lo menos media hora hasta que llegamos a la cabaña a la que recuerdo que me dirigía antes de que José me llevara de nuevo con una puñalada en toda mi parte baja de la espalda.
    —Aquí vive un señor que llamó hace unas semanas avisando de tu pelea con él. Sin ese anciano, no sabríamos nada aún y no estaríamos acá. —Y se queda quieta en la puerta, que no existe. Más al fondo se ven dos pedazos de madera, rotos, así que estaban unidos antes. Cuando la luz se hizo más clara al caminar más, nos dimos cuenta de que era la puerta de la cabaña.
    —Quédate acá, Ana. Puede ser peligroso.
    Yo no hago caso. Camino un poco y me asomo por el umbral de la puerta. Muy cerca, en mitad de la sala, hay un cuerpo tendido completamente gris. Su cabeza tiene un agujero y a su alrededor hay demasiada sangre ya seca. Cuando nos acercamos más nos dimos cuenta de que hay demasiados ratones en su cara. Sus ojos ya no existen y una mejilla menos. Todas las ratas corrieron al sentirnos, excepto una, que se quedó viéndonos desde la boca de este, que estaba completamente abierta y sin lengua. Al rato corrió adonde sus amigas.
    Verónica y yo nos tapamos las bocas y la nariz. El olor es horrible. Caminamos hacia la salida y respiramos aire fresco mientras ella se doblaba y vomitaba hasta la primer hostia de la primera comunión.
    Se reincorpora y respira hondo mientras se limpia la cara con la manga de su camisa. Nos miramos y ella toma una radio, oprime un botón y habla después de un chasquido:
    —Acá Verónica, tengo a la rehén; repito: tengo a la rehén. Está sana y salva. Necesitamos ayuda urgente. Repito, ayuda urgente.
    Al otro lado sonó un chasquido y alguien que hablaba fuerte y claro, con autoridad:
    —Muy bien, Verónica. Aunque no era el día indicado. Permanezcan con vida. Ya salimos para allá. Habla con Rodriguez, que debe estar cerca. Él las ayudará a sobrevivir. Llegamos en tres horas y quince minutos.
    —¿Por qué tanto? —Pregunté yo, algo enfada y con miedo por lo que pudiera pasar.
    —Ana... ¿No sabes en qué lugar estamos?
    —No. Solo sé que estamos en un bosque.
    —Ana... —Empezó, la tensión palpable en el aire—. Estamos a 963 kilómetros de Medellín. 

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now