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Son las siete y algo de la mañana. Sofía me ha despertado para decir que debemos bañarnos y arreglarnos para ir a velar al don Rodrigo.
Tomo mi mochila y saco la ropa negra que saqué de casa ayer noche. Me baño, después de que Sofía lo hiciera, y me visto.
    Salimos de casa a las ocho y doce minutos de la mañana. Nos dirigimos a campos de paz. Cuando llegamos, Ana aparca en doble fila y nos bajamos. Lo tienen en la sala uno. Entramos y la madre hace unas llamadas para que asistan al velorio. En cuestión de casi una hora llegan casi todos los de Il Forno. Con sus caras lívidas y completamente blancas, todos nos saludan. El último es Camilo, el que nos atendió.
    —Lamento mucho esto —dice Camilo—. Era un hombre extremadamente ejemplar.
    Ella no dice nada y yo menos. Solo se abrazan y a mí me da la mano. Cuando menos lo esperaba, mis padres aparecen.
    Los dos me abrazan muy fuerte y también a Sofi. Al final me dicen con voz queda:
    —Hijo —empieza Antonia, mi madre—. Vamos a acompañarlos un tiempo y después nos tenemos que ir. ¿No hay problema?
    La pregunta va dirigida a Sofi, que asiente en silencio mientras mi padre habla.
    —Queremos que te quedes con Sofía hasta mañana. ¿No te importa, hijo?
    —Claro que no, padre. Sé que doña Ana también estaría completamente agradecida.
    Sin decir nada más ellos se dirigen a la ex esposa de Rodrigo y se presentan como mis padres.     Ella agradece que hayan asistido y que me hayan dejado quedarme otro día.
    Después de escuchar tanto llanto, me doy cuenta que ni el infierno a de sonar tan horrible como un velorio.

El resto del día transcurrió de una forma calmada. Ya todos se han hecho a la idea de que Rodrigo está en otra vida. Sofi no se ha movido de mi lado ni un solo segundo. A excepción de ir al baño. Cuando llegan las doce y veinte minutos mis padres se despiden, pero después me traen otra mochila. Los abrazo mientras me dice Juan:
    —Es un poco más de ropa, hijo, para que puedas cambiarte. También hemos traído unos zapatos. No olvides llamarnos si algo. En el bolsillo pequeño está el cargador del celular.
    Yo no digo nada. Solo les beso y se van.

El entierro será a las cinco de la tarde. Y ya son las tres y media. Sacan el ataúd y lo montan en un carro. Todos caminamos detrás cuando el coche, lentamente, se pone en marcha. Todos rompen a llorar y Sofía no se contiene más y explota en una serie de llanto y gritos que casi despierta a los demás muertos. Nadie nos mira, solo lloran.
    —¡Padre! ¡Sal de ahí! ¡Sé que no estás muerto! ¡No lo estás! ¡PAPÁ! ¡HABLAME!
    Yo la abrazo muy fuerte y ella sigue llorando:
    —Papá... No... Paá —sigue diciendo.
    Paramos al frente de una capilla extrañamente construida. La estructura haciende hacie el cielo de manera magistral. Como si fuese un ascenso en picada en los videojuegos de carreras. Su interior es magnífico. Lleno de asientos típicos en las iglesias hechos de madera. Un padre nos espera en la entrada, mientras los trabajadores llevan el féretro funerario donde yace el cuerpo sin vida del que fue padre de Sofi. Después de dar una oración y echarle agua bendita, nos dirigimos a su interior.
    En pocos minutos empieza la misa. Su última misa.

Vuelven a colocar el ataúd en el carro y este se devuelve por donde hemos llegado. Todos detrás seguimos su camino. En vez de voltear a la derecha, que es donde literalmente estábamos casi una hora antes, voltea hacia la izquierda. Mientras avanzamos los llantos no dejan de sonar. Pasados unos minutos, subimos una pendiente y nos detenemos justo en la mitad. El conductor y tres personas bajan del carro y bajan el cuerpo de Rodrigo. Su último trayecto empieza y acaba aquí. Caminamos todos a un lugar donde espera un señor con una pala. Allí, en una especie de ascensor al inframundo, colocan el ataúd. Antes de que empiecen a bajar su cuerpo, la madre pide que (por favor) le dejen decir unas palabras. Nadie se opone. Es bueno que su ex esposa se despida de su ex esposo.
    —Rodrigo fue la mejor persona que he conocido nunca —empieza a decir—. Sé que no conoceré a nadie mejor que él. Nos dio una vida a mí y a mi hija que jamás vamos a olvidar. —Ahoga un llanto—. No me cabe en la cabeza que esto haya pasado. Fue una sorpresa para mí, para mi hija y para todos los que nos acompañan en este momento tan duro. Gracias a todos por ayudarnos.
    »La vida se nos va de las manos como una paloma: la tenemos y al segundo ya quiere echar vuelo. Solo queda decir gracias. Gracias a mi esposo por darme una vida soñada. Por darme todo lo que necesitaba. Por darme felicidad y hasta por las peleas; estas nos hizo más fuertes para afrontar los malos momentos que se nos avecinaron. Mi hija, Sofía, ha sido la mayor bendición que hemos tenido, y sé que para ella ha sido demasiado duro perder a su padre en una edad tan temprana. Ella y yo seguiremos adelante, tal y como él habría querido. Sacaremos todos sus sueños a relucir y haremos que su memoria no sea olvidada.
    Todos aplauden y ella llora desconsoladamente. Sofía y todos los demás le acompañan. Yo suelto unas lágrimas. No lo conocí jamás, pero sé que fue alguien ejemplar. Solo espero que tenga un descanso más que merecido. Y solo pienso en algo repetidas veces, deseando que así sea.
    «Requiem aeternam dona ei domine. Et lux perpetua luceat ei. Requiescat in pace.»

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now