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ANA

La habitación era blanca en su totalidad. Olía a alcohol y estaba en una cama. El dolor en mi parte baja de la espalda era horrible. De mi antebrazo colgaba un tubo donde se me suministraba medicamentos. Pero la bolsa ya estaba vacía. El viento era gélido, parece que tuviera un aire acondicionado encima o que la casa estuviera enterrada en el hielo. Cuando ha pasado una hora una señorita que nunca antes había visto entra y me cambia la bolsa. Me mira y sigue en lo suyo. Al final, cuando intenté hablar, de mi boca no salía sonido alguno. Me tenían amarrada con correas de manos y pies. En mi boca no había nada, y me sorprendí por no poder hablar. Cuando ella me volvió a mirar su cara reflejaba demasiada tristeza. Al final solo dijo dos palabras:
    —Lo siento. —Y se fue. Al poco me sentí mareada y me quedé completamente dormida.

Al despertar de nuevo me sentí tan cansada que creí que sería imposible. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que estoy en esta camilla. En este hospital o habitación. Lo bueno es que desde aquel día en el bosque no he vuelto a ver a José. Recuerdo muy bien la corrida, las esquivadas y la pelea. La luz estaba tan cerca... Sentía que la tenía justo enfrente. Pero de la misma forma que suceden los sueños, aquella oportunidad de seguir se me fue de las manos. En algunas ocasiones desearía estar muerta, no vivir más este infierno. ¿Cómo estarán mis amigas, amigos y familia? Seguro tan estresados que llevarán días sin dormir y hasta sin comer por estar buscándome. Pistas pequeñas o si sentido que tendrá la policía, o, como sería normal en Medellín o Colombia misma: ninguna prueba. Y, aunque las tuvieran enfrente, las pasarían de alto, así como los carros y motos algunos semáforos que carecen de cámara.
    La puerta vuelve a abrirse. Entra un hombre: José. Tiene una vestimenta completamente blanca: desde sus zapatos a su camisa.
    —Hola, Ana. ¿Cómo te encuentras?
    El murciélago vestido de blanco se sienta en una silla que trae del rincón de la habitación.
    —De maravilla —respondí—, estoy que me bailo hasta un tango. —José ríe un poco.
    —Vaya, no dejas tu sentido del humor...
    —Claro, ¿cómo dejarlo con un payaso enfrente?
    Su rostro cambia y se torna brusco, iracundo... irascible. Se levanta de la silla y se dirige hacia mi camilla. Queda exactamente encima de mí, y pensé que daría el golpe mortal, definitivo: otra puñalada.
    —Te quiero, Ana. Siempre te he querido.
    Vaya manera de querer, recuerdo haber pensado irónicamente. Después me da un beso en la frente, sonríe y se va por la misma puerta donde entró. La cierra. Y, para rabia mía, hecha seguro.

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now