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Varios meses después de salir del hospital no volví a ver a Sofía ni a saber nada de ella. Era una lástima, ya que en el tiempo que estuvimos en la misma habitación creí que íbamos a forjar una amistad. Hubo momentos de risa y de tristeza para ambos, pero más de alegría. Y juro que hace mucho no me sentía tan feliz. No exagero. Esa chica era genial, y al salir no pude evitar sentir ausencia. Ya no tenía nadie con quien hablar. Carezco de amigo alguno, y mi madre dedica el tiempo en casa en solo ver televisión mientras mi padre sale a mirar las librerías. Nosotros tenemos tres librerías, cosa que les ha ayudado a mis padres a pasar más tiempo conmigo. Mi padre casi nunca está en casa, ya que debe supervisar todo. Mi madre, en cambio, se queda todo el día. Cocina, arregla, limpia y ve películas todo el día. No me gusta mucho hablar con ella porque siempre le doy tristeza. Y algo más horrible de mantenerse depresivo es poner depresivo a tus padres.
    En mi habitación casi no entra viento por la ventana, pero el sol entra de manera magnifica.
Sentado en mi cama, con el libro de Los juegos del hambre: en llamas en la mano, y una taza de café con leche en mi mesa de noche, pienso de nuevo en Sofía. En sus ojos color miel, en su pelo negro, en su piel pálida y en sus pecas. Puedo estar completamente seguro de que lo que más hermoso me pareció fue su voz. Es tan dulce... Cada vez que la escuchaba sentía felicidad. Esa voz es tan suave como una pluma arrastrada por el viento. Y recuerdo el día que hablamos sobre libros y me pidió que le leyera un poco... Ese día fue espectacular, mágico. De esa clase de días que jamás se olvidan...

En el hospital

Estábamos sentados en nuestras respectivas camillas, ella acababa de llegar del baño y yo la esperaba leyéndome Carry On de una de mis escritoras favoritas. Sofía se sienta en su camilla y yo me quedo viéndola fijamente. Me encantan sus ojos y su pelo, sus pómulos y su sonrisa. Ella, al igual que yo, luchamos por tratar de estar vivos. Una lucha completamente inútil. Es más fácil luchar en una guerra mundial que la guerra que, internamente, nosotros llevamos.
    —¿Qué es lo que tanto me miras? —Preguntó.
    —Yo... —Desvíe mi cara hacia otro lado— Nada. ¿Seguimos en dónde quedamos?
    Ella me pidió que le leyera una de las novelas más terroríficas conocidas: It del mejor escritor de este género. Me pidió que se lo leyera yo porque del miedo ella no era capaz.
Íbamos en la parte de (alerta: spoiler), donde el payaso se transforma en un pájaro gigante para matar a uno de los niños.
    El clima aquí estaba frío, pero fuera llovía a cántaros y caían varios relámpagos.
Seguí leyendo en voz alta mientras ella abrazaba la almohada. Me daba algo de risa verla así, tan asustada simplemente con un libro. Al rato llegó una enfermera para llevársela al tratamiento, a lo que yo, sin saberlo o sin querer, me levanté y le dije:
    —¿Puedo acompañarlas? Yo... No quiero que Sofía vaya sola... —Bajé mi rostro.
    La enfermera, una señora de edad avanzada y con una sonrisa algo llevada por los años, con el pelo ya entrando a su decoloración y que su porte la ponía en manifiesto como casi patrimonio nacional, sonrió un poco y me respondió con una voz tan dulce como la misma nieve al caer...:
    —Tus deseos son órdenes, jovencito.

Habíamos llegado a la sala donde nos hacían a ella y a mí, y a miles de personas, nuestra terapia. Ella se sentó en la camilla y empezaron a colocarles los cables mientras ella me miraba fijamente. Al final, dijo:
    —La próxima vez que me leas ese maldito libro, que sea en un clima menos escalofriante.
    La doctora y yo, sin querer, soltamos una carcajada a la que terminó uniéndose ella.
    —No es mi culpa de que seas muy gallina.
    —¿Me acabas de insultar, José Jiménez?
    —¡Yo no he hecho tal barbaridad! —Había exclamado—. Solo te digo gallina.
    —¡Eso es insultarme! —Sofía puso cara enojada y sus brazos en jarra—. Ya verás cuando acabe, ¿eh? Nada más llegar a nuestra habitación te voy a golpear con mis súper brazos, mira. —Ella muestra sus "músculos".
    —Enfermera —empecé yo—, al ver y escuchar esta amenaza de muerte, ¿sería tan amable usted de cambiarme de habitación? Es que temo por mi vida.
    La enfermera lanzó una carcajada y nos miró.
    —Ustedes dan demasiada ternura.

Al llegar a la habitación, varias horas después, Sofía se lanzó hacia mí gritando.
    —¡Ya veremos quién es el gallina!
    Cuando estuvimos recostados en mi camilla ella con sus manos empezó a apretarme los costados, haciéndome cosquillas. Mis risas retumbaron en la habitación. Fuera, seguro, había gente sonriendo. Muchos nos conocían. Malditos...
Cuando acabó con las cosquillas yo no podía respirar. Me senté en el suelo riéndome por lo bajo. Ella se sentó en su camilla y dijo entre risas y con una sonrisa:
    —¿Ves? Puede que sea gallina con libros de terror y climas escalofriantes, pero al menos no me dan cosquillas cuando me hacen el mínimo roce en mis costados. 

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now