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ANA

Estaba escondida detrás de un gran árbol que nos cubría a Verónica y a mí. Vimos, con demasiada sorpresa, como el cuerpo inerte, muerto y sin alma de Rodríguez cae al piso con un disparo en todo el ojo derecho, que le traspasó hasta salir por la parte trasera de la cabeza. José sale corriendo, mientras que detrás una ráfaga de disparos tratan de darle alcanza. Los policías siguen corriendo detrás de él y Verónica sale a ayudar. Yo, sola y sin saber qué hacer, también salgo corriendo. Sé que lo único que haré será estorbar, pero me da miedo quedarme sola. Llego en menos de diez segundos y me hago al lado de ella, que, al igual que todos, caminan encogidos con las armas en alto, mientras que a lo lejos se ve la luz que emite el arma de José al ser disparada.
    El coronel mira a su alrededor. Árboles y más árboles. La noche sigue acompañando con un frío intenso. Después de que dejara de sonar disparos, todo fue rápido. Los policías corrieron y el coronel se quedó con nosotras. Sé que trataba de cubrirnos. Nos conduce de camino a la roca gigante al lado del cuerpo muerto de Rodríguez. Nos quedamos allí viendo cómo las sobras de los oficiales se pierden en la oscuridad de la noche.

Más de diez oficiales caminan agachados, unos con lentes de visión nocturna, pero otros sin ellos. Los que tienen los lentes se hacen al frente y les guía. No ven a José por ningún lado. Lo que no sabían era que aquella sería la última misión de sus vidas.

José, oculto detrás del tronco de un gran árbol, mete su mano en el bolsillo que tiene en el interior de la chaqueta negra que tiene puesta. Toca algo redondo. Lo extrae. No dejará que le cojan los policías y le lleven a la cárcel por hacer sólo algo por amor. Besa la granada que tiene en su mano derecha y mira cómo los oficiales pasan detrás del árbol. Extrae el seguro. Quedan pocos segundos. No se irá sólo al infierno.

—¡Ahhhhhhhhhhh!
    El grito alerta a los oficiales, que inmediatamente se dan la vuelta. Sólo fueron segundos, pero alcanzaron a ver cómo un hombre se les echa encima, después una gran luz, un poco de dolor. Luego todos, incluido José, dejan de sentir, de ver, de escuchar... De vivir.

Vimos una luz seguida de un sonido típico de explosión. Corrimos hacia allí y lo que encontramos fue horrible. Había troncos de hombres, manos, piernas, cabezas, tripas y ojos esparcidos por el piso. El coronel grita tan fuerte que hace que los cuervos y los murciélagos salieran volando buscando refugio. Verónica se arrodilla y llora, pues uno de los oficiales era su esposo. Yo sólo lloro de felicidad, pues José ha muerto al suicidarse. Todo el infierno ya ha pasado, con un gran costo de hombres, de fuerza y de energías. El coronel llama por radio a varios oficiales, que al parecer los trajeron en helicópteros y en menos de quince minutos se escucha sus hélices. Se posan muy cerca y apagan los motores. Llegan junto al coronel acompañados de varias personas con su cuerpo envuelto en lo que parece bolsas gigantes blancas con las letras CTI en ellas.
    —Organicen este desastre y vayámonos de aquí. No quiero ver más éste desastre causado por ese maldito infeliz. ¡Ahora!
    Las órdenes del coronel se van cumpliendo según dijo. Se dirige a mí, que me encuentro sentada en una roca, y me dice:
    —¿Cómo te sientes, hija? —Yo sollozo y él me abraza—. Ya pasó... Ya pasó... Mi nombre es Gustavo Sosa, y llevamos meses buscándote. Ahora ya estás bien, hija. No pasa nada... —Y no me soltó hasta que dejé de llorar. Sentí paz pero seguía sintiendo miedo. He pasado por el peor momento de mi vida, pero sé que tampoco será el último. La vida se basa en pasar malos momentos y disfrutar de los pocos buenos que nos puede dar la vida, el destino, o Dios.
    Después de que Gustavo se fuera a hablar con los oficiales Verónica me llama y me dirijo a ella. Un señor le acompaña. Me miran y ella asiente. Éste nos conduce hasta donde están los dos helicópteros. Ella me mira y me hace señas a que me suba en uno mientras el conductor se sube en él. Me da miedo, ya que nunca me he subido en uno de esos aparatos. Al final dice:
    —Gustavo dio la orden de llevarte a la ciudad mientras él manda aquí. Le he dicho también lo del anciano, y ya van a recoger el cuerpo. Espero no hayan más ratas por allí. Ahora, vamos. Es hora de ir a casa.
    Nos montamos y las hélices empiezan a hacer ruido. Siento cómo va ascendiendo y también siento un cosquilleo en mis entrañas. Cuando toma buena altura se dirige hacia la izquierda. Todo desde acá es oscuro, pero hermoso. De ese arte abstracto tan raro para la vista que para el alma es natural. Así, con mi vista puesta en el suelo, nos dirigimos a casa.

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now