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Salí de casa a las 8:29 de la noche, con dos mil pesos en monedas de 200 en el bolsillo, como siempre cada vez que salgo a una estación del metro. La estación queda cerca de mi casa: Tricentenario, muy cerca al parque Juanes y a la intermedia de Metrosalud.
    La noche es tan oscura como boca de lobo y el viento es gélido como el del ártico; creo que lloverá. Cuando llego a las escaleras veo lo de siempre: dos señoras vendiendo cosas para mantener a sus hijos o a ellas mismas. Cuando paso, primero al lado de una que debe tener unos 43 años, le doy mil pesos; y, a la otra (que ronda los 68) los otros mil. Una de las cosas que más odio de este maldito mundo es ver gente que sí necesita dinero, y no les dan nada; pero a los que menos los necesitan es a quienes más le dan. El mundo se rige por la bondad que tenemos, pero, en este caso, de la estupidez que vemos. ¿Cómo es posible que nuestros cerebros no asimilen a quiénes debemos darle de verdad nuestra ayuda?
    Paso el torniquete con mi tarjeta de pasajes y escucho que el metro empieza a entrar en la estación. Bajo corriendo las escalas pensando las últimas palabras de la llamada con Sofía...


Hace un momento...

    —José, ¿te gustaría venir a mi casa?
    La pregunta me dejó helado como el mismo polo. ¿Enserio volveré a verla? ¿Sentiré de nuevo su dulce olor? El corazón me late a mil mientras mi mente evoca recuerdos sin fin. La mente manda nuestras capacidades motoras, pero el corazón nuestras capacidades sentimentales. Y aquí, en mi cama, viendo cómo me mira y sonríe, solo puedo decir pocas palabras:
    —Señorita Sofía, verte sería algo que, simplemente, no podría más que pensar y soñar.
    Cinco minutos después ya estaba saliendo de casa.

En el vagón del metro

    Sí. Su propuesta fue bastante genial y, a la vez, improvista. Solo soñaba con verla, pero ya se hará realidad. El vagón tiene un leve sacudón cuando llega a un cruce de rieles. La próxima estación es Caribe. En esta estación se puede llegar fácilmente a la terminal del norte de Medellín. Mucha gente se baja. Yo, al lado de la puerta, siento un aire cálido que entra a mi rostro. Siempre, por la cantidad de gente, hace un calor horrible. Las puertas se cierran y el tren se coloca de nuevo en movimiento. Próxima estación a 2 minutos y 49 segundos: Universidad.
    Esta estación me trae demasiados recuerdos de mi infancia...
    Puesta exactamente al lado del planetario, del jardín botánico y de la Universidad de Antioquia, esta estación cuenta con dos entradas y también lleva a un centro comercial pequeño. Cuando era niño, en el jardín, me perdí y llegué solo a la estación. Eran las 7 de la noche. Me quedé allí hasta la hora del cierre, y mis padres nunca llegaron. Cuando llegó la madrugada, llovía demasiado fuerte, y un señor sin dientes y con un olor que solo podía equipararse con el de una comida pasada de semanas, se sienta a mi lado. Yo ya no podía respirar bien, lo cual era normal, ya que no tenía mi oxígeno. Al final, salí caminando como pude y fui llegando hasta una esquina, donde una señora me llamó una ambulancia: mis pulmones estaban fallando y mi corazón no latía bien. Fue horrible, me estaba dando un infarto que de no ser tratado me llevaría directamente a la morgue de la ciudad, y no quería eso... No todavía.
    Las puertas se cierran de nuevo y seguimos el trayecto. La siguiente estación es la mía: Hospital, cercana al hospital San Vicente y a la Ruta N (que, para ser sincero, no sé qué hacen allí). Cuando bajé del vagón y las escaleras, crucé el torniquete. Una chica me sonreía de pie en las escalas de salida de la estación: era Sofía. 

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now