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En un helicóptero

Estaban llegando al Amazonas, lugar donde está su objetivo: Ana. Ya falta muy poco para hacer el descenso. El coronel Gustavo Sosa visualiza a sus oficiales mientras el helicóptero pasa por demasiadas turbulencias. Debajo, un bosque se abre camino, una caída solo significa la muerte segura. Para infundir aliento a sus hombres, así como se ha hecho por miles de años, empieza a hablar en grito, haciéndose oír por encima del estruendo del helicóptero:
    —¡Es la hora de salvar a alguien! ¡Tengan en cuenta que ella pone todas sus esperanzas en nosotros! Y, ¿la vamos a defraudar?
    —¡NO!
    El grito fue unísonamente entre todos.
    —¡Entonces vamos allá! ¡Oficial! ¡Se abre la compuerta! —Y la compuerta la abre un oficial lentamente. Cada uno de ellos empieza a colocarse el gancho que utilizarán para bajar en el cable. El helicóptero se posiciona y queda estático mientras cada uno de los oficiales baja por la cuerda. El primero es el peso pluma de la Fiscalía. El aire le hace sonar el ropaje, azotando cada centímetro de su cuerpo. Baja poco a poco, y, encima de él, vienen ya cinco oficiales. Mientras tanto, en el otro vehículo, casi la mayoría ya han pisado tierra. La noche se cierne sobre todos y las nubes que había cargadas de agua se han ido. Buen clima. En tres minutos más todos ya han pisado tierra. Todos se hacen alrededor de su coronel con armas en alto, esperando órdenes. En el cielo, los helicópteros se alejan poco a poco. En tierra, los oficiales empiezan a caminar. La orden recibida era dirigirse hacia una cabaña muy iluminada.

En la cabaña, Ana, Verónica y Rodríguez empiezan a arreglarse para salir. Ana se pone ropa que le ha dado el oficial, mientras que Vero y él se colocan el uniforme policial. La radio crepita en el cinturón de ella:
    —Todos en tierra. Ya nos dirigimos hacia el objetivo. Nos vemos a las 12 de la cabaña. Cambio—Fue lo único que sonó.
    —Cambio. Ya estamos listos. Comenzamos.
    Y no hubo más. Rodríguez se hace al frente, mientras que Vero le sigue y Ana termina la hilera. Caminan despacio, sin hacer ruido. Las luces de la cabaña titilan. Aquello era una mala noticia.

En otra cabaña, no tan alejada en la que se encuentra los tres, algo pasa. En su interior, en una pieza con instrumentos médicos, suena fuertemente una puerta. Alguien la golpea con un pie con una gran fuerza. La puerta, de madera, se dobla con cada golpe. Mientras, en un panel a su lado, anuncia que un gas se ha terminado. Dos segundos y medio después la puerta cae al piso y José sale de aquella habitación. No lo piensa dos veces y tira su máscara de humo al piso, se traque nudillos y cuello, camina con decisión y abre el closet.
Enfrente se ven varias armas de fuego. Desde pistolas a semiautomáticas. Toma una pistola y mira su carga, mientras que la guarda toma otra arma. Termina con tomar una navaja pequeña. Antes de cerrar mira una peluca rubia que descansa al lado de una foto de Ana. Nunca olvidará aquel día que la vio en compañía de Óscar.

Los policías se abren paso lo más rápido posible. Tienen que caminar con cuidado, pues no saben si el campo está minado. Después de caminar por media hora y quitar plantas que les estorba en el camino, vislumbran al fondo, a casi un kilómetro, una luz bastante fuerte. Casi llegan al objetivo.

Ana, Verónica y Rodríguez caminan rápido. Casi llegan al lugar de encuentro: una piedra bastante grande, que sobresale a todas las de la zona. Les quedaban menos de 300 metros. Hasta que un grito se escucha.
    —¡ANA! —Grita José. Está furioso, colérico.
    Corre hacia ningún lugar, hasta que lejos de él ve tres sombras. Lo miran. SE escucha un grito de un hombre, fuerte:
    —¡Ana, Verónica, corran! —Y, sin pensarlo dos veces, José corre hacia ellos.

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now