Un hogar de todos

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Cada vez somos más seres humanos en un planeta donde comienzan a escasear los recursos naturales. La tierra nos pertenece pero quizás olvidamos que nosotros le pertenecemos a la tierra. El planeta sufre las consecuencias de actos desconsiderados y lentamente la contaminación envenena a los bosques que gritan en silencio. Los mares no se callan cuando ya flotan continentes de plástico a la deriva en una superficie donde se acumula cada vez más rápido la basura. Los peces que comemos se alimentan de nuestras bolsas y las tortugas se enredan entre redes y desperdicios de todo tipo que van al vertedero de un mar que empieza a agonizar y a pedir auxilio. Los animales comienzan a salir solamente de noche para esquivar la presencia humana. Otros suben más alto en la montaña cuando sienten la amenaza de la temperatura que aumenta. Los osos polares se quedan sin hielo para caminar y cada vez son más largas sus travesías nadando buscando la esperanza de un territorio donde cazar en territorios cada vez menos ignotos por la presencia del ser humano. Los gorriones abandonan las ciudades porque no se acostumbran al humo y el ruido de nuestros coches. Las libélulas también partieron de las urbes como muchos invertebrados que no se adaptan a vivir intoxicados. Mientras tanto, todo esto pasa desapercibido para nosotros, hipnotizados por las pantallas seguimos mirando a otra parte. Como si no fuera con nosotros esa realidad, nos sumergimos en cambio en una realidad virtual que nos aleja aún más de la naturaleza. Definitivamente el ser humano es más irracional que los animales. Comete más salvajadas que una manada de lobos que buscan su presa en un territorio cada vez más hostil para ellos. Abandonamos a nuestras mascotas, las mismas que nunca nos abandonarían por nada del mundo a nosotros. Siempre obtendrás el perdón de un perro o un gato de inmediato. Los animales no ocultan su miedo a los animales racionales que caminan erguidos. Se esconden de una amenaza que va estrechando un círculo donde no pueden salir. Nos queda tanto que aprender de la mansedumbre de los elefantes que caminan hasta reunirse con los huesos de sus ancestros en sus cementerios, la memoria de otro tiempo y un rito de respeto por los que los precedieron. El hombre es indomable y no tiene remedio al creerse superior, que traza fronteras y se piensa que posee lo que es de todos. Ellos no tienen patria, sino terrenos donde adaptarse. No tienen bandera sino la del bien común de la bandada de estorninos que sincronizan vuelos al mismo tiempo para evitar el ataque de las aves rapaces. Ellos no tienen la culpa de nuestra falta de compromiso de los que hacen uso de una razón interesada. Mataderos en los que no se sacrifica con un mínimo de dignidad al ganado que en fila conoce el amargo final de su destino. El hombre se divierte torturando como en época de gladiadores en recintos donde se a pide a gritos la muerte. Nuestros hermanos los animales no perdieron la inocencia y son el mayor ejemplo de ternura a las que nosotros llamamos bestias. Una vez más la indiferencia que mata. La soberbia que condena a los humildes. La supremacía que siempre queda impune de sus actos inhumanos. Es el derecho de los animales que no queda registrado en ninguna parte cuando la protesta es silenciosa. El hombre acaba por elegir la debastación así mismo. No aprendimos de las consecuencias de nuestra estupidez. No hay marcha atrás para el mayor depredador del mundo que no tiene la más mínima compasión con los que habitan en el mismo hogar. Ya no queda donde huir. Ni donde preservar la naturaleza. Mientras la empatía de un cazador y un venado sea la de matar para divertirse y colgar un trofeo de una vida truncada. Es el corazón de los animales que late en paz cuando sueñan con un planeta donde reine la libertad y todo sea de todos y no ese afán de masacrar que nos caracteriza. La utopía de los animales, que sueñan con la libertad.


Alberto Real Borrueco

El BarqueroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora