2. Descubriendo la semilla de la vida

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Nada puede compararse a dormir al raso mientras las estrellas brillan. En esos momentos uno se llena con la grandeza de Dios. Sólo somos una mota de polvo en el infinito. Pero merecemos ser felices contemplando, aunque sea por unos instantes, esta maravillosa obra que es la Creación.

María Covadonga Mendoza Abad

¿Quién no ha sentido la necesidad de conocer qué se esconde detrás de muchas de las cuestiones más atávicas y trascendentales que desde siempre han preocupado al ser humano? Es lógico hacerse determinadas preguntas para las que quizá no haya respuesta o todavía se desconozca a día de hoy, pero de todas maneras desear descubrir el por qué, el cómo, el cuándo y el dónde mitigue en cierta forma nuestra fragilidad dentro del orden natural del Cosmos. El hombre no es proclive a resignarse a primeras de cambio sino que busca la luz en medio de las tinieblas aunque no cuente más que con el débil resplandor de una vela a medio consumir. Admite (no sin cierta reserva) que todavía existen muchos enigmas, misterios por resolver y jeroglíficos que descifrar. Las claves que guardan celosamente su significado pueden estar ocultas a la vista quizá solamente por un astuto camuflaje. El reto consiste en responder a la pregunta del millón: cómo hemos llegado a lo que somos hoy en día.

Los científicos argumentan unas cuantas teorías al respecto. La más aceptada sostiene que todo el universo conocido surgió de una tremenda explosión acaecida hace unos 13.700 millones de años en la que se liberaron tantos megatones de energía como para que la bomba H inventada por Oppenheimer al comienzo de la era atómica pareciese a su lado un petardo de feria. Con ligeros matices las grandes mentes de la ciencia (entre ellas el astrofísico británico Stephen Hawking) consideran que somos hijos de las estrellas y que el espacio y el tiempo son dos caras de la misma moneda (como predecía con asombrosa precocidad la visionaria Teoría de la Relatividad de Einstein).

Muchos eones más tarde (tras la gran bola de fuego originada en el Big Bang) la materia al irse enfriando se condensó formando nebulosas, galaxias y planetas. Nuestro sistema solar adoptó la forma actual hará unos 5000 millones de años, algo más de la edad de la Tierra, estimada en unos 4600. Desde entonces la tectónica de placas ha transformado completamente el aspecto de nuestro planeta, pasando de un megacontinente llamado Pangea a la disposición que ocupan en la actualidad las masas de tierra y los océanos. Evolucionamos desde formas primigenias de vida (cuando todavía la atmósfera estaba compuesta por gases como el metano y el amoníaco) hacia organismos basados en el carbono que empleaban oxígeno durante su metabolismo. Ése fue el punto de partida del que surgimos todas las criaturas que, tras un dilatado periplo, hoy conviven en el mismo rincón olvidado de la Vía Láctea.

Los microscopios nos han ayudado en la ardua tarea de desentrañar los misterios del mundo en miniatura, identificando las moléculas, átomos y partículas subatómicas de los que estamos formados. Pero no se había llegado a la meta, tan solo recorrido una etapa del camino. La búsqueda del origen de la materia quitó el sueño a los científicos más eruditos y mantuvo en vilo a miles de investigadores que querían erigirse en el estandarte de la esencia del homo sapiens: busca y conocerás. Salvo aquellos partidarios del Creacionismo (la doctrina antagónica a la selección natural de Darwin que da por buena la milonga de que un ser supremo dotado de poderes sobrenaturales nos puso aquí por arte de magia), el resto de los mortales no nos conformamos con esa explicación. Las dudas nos asaltan, no damos nada por sentado, somos escépticos de la metafísica y reacios a pensar que nuestro lugar en ninguna parte en el que vivimos haya sido fruto de la mera casualidad. ¿Alguien puede aceptar que nos haya tocado el bote de la gran lotería universal porque sí?

Nuestra condición de seres efímeros (pues apenas representamos un instante en la colosal aventura de la vida en el universo) alimenta nuestra imaginación. Lo más probable es que todos los contactos que se afirman haber tenido con entes o civilizaciones lejanas sean una falacia, videncias para iluminados, puras patrañas. Pero a tenor de las evidencias rechazar la posibilidad de vida extraterrestre cualquiera que sea su manifestación sería un acto de mera egolatría.

En 1954 comenzó a funcionar en Suiza el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN). En el subsuelo de esta región helvética se construyeron varios aceleradores con un diámetro de varias decenas de kilómetros para provocar que los constituyentes más esenciales de la materia chocasen entre sí a velocidades próximas a las de la luz. A partir de los fragmentos resultantes de las colisiones ocasionadas se está cada vez más cerca de revelar el secreto mejor guardado de todos los tiempos: cuál es la composición elemental de todo lo que nos rodea. Hasta el momento no se ha podido determinar con exactitud qué tipo de partículas existían en los momentos posteriores a la formación del universo aunque sí se han detectado toda una familia de quarks. Uno de ellos, el conocido como Bosón de Higgs, parece ser la pieza que da sentido al gran puzzle que pretende explicar cómo se crea la materia y por qué se mantiene cohesionada.

Uno de los aparatos más sofisticados y precisos jamás construídos (el Gran Colisionador de Hadrones, LHC), está levantando mucha polémica entre la comunidad científica. Mientras los especialistas más cualificados han depositado en semejante artefacto todas sus esperanzas de hallar respuesta a las incógnitas que plantea el origen de todo lo que nos rodea, sus detractores han puesto el grito en el cielo por los riesgos que puede acarrear llevar a cabo un experimento de semejante envergadura. Según explican los entendidos, esta tecnología puede generar una serie de agujeros negros microscópicos que provocarían un colapso a nivel planetario. La Tierra sería literalmente engullida por la potente fuerza gravitatoria generada por semejantes objetos, una especie de aspiradoras gigantescas que, con la voracidad de monstruos insaciables, devorarían cualquier cosa que se les pusiese a tiro. Ciertamente estremecedor. Pese a que semejante amenaza fue categóricamente desmentida por los responsables del proyecto tachándola de especulación infundada que ni remotamente llegará a suceder (son situaciones extremadamente inestables que se destruyen en fracciones infinitesimales de tiempo y que en ningún caso entrañan peligro) los estudios siguen su curso.

Sea cual sea la explicación que pueda darse a los fenómenos observables a través de una serie de experimentos milimétricamente programados, se antoja difícil esclarecer la eterna cuestión que nos ocupa y preocupa. Porque la ciencia vive de modelos que recrean lo que observamos con nuestros ojos y de intentar explicar qué pasa en un sistema cuando es sometido a determinadas condiciones físicas. Pero los modelos no dejan de ser eso, reproducciones bastante fidedignas del comportamiento de las magnitudes de nuestro entorno. En la naturaleza no siempre dos más dos suman cuatro, ya que existen parámetros que se escapan a nuestra comprensión y otros cuya medición por muy precisa que sea tiende a desviarse de las predicciones. No obstante quizás algún día podamos responder al interrogante de cómo hemos llegado aquí, pero probablemente ni siquiera la sinergia de todas las inteligencias merecedoras de un premio Nobel podría aventurar por qué.

Promesas incumplidas de juguetes rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora